Altisonancias

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El abuso de la hipérbole golpista, el comodín de Tejero, banaliza los golpes auténticos. El ‘procés’, por ejemplo

La ley de Godwin y la ‘reductio ad hitlerum’ son dos formulaciones similares de la tendencia a buscar comparaciones con Hitler cuando se agotan los argumentos de los debates. La hipérbole, decía el tal Godwin, acaba con la seriedad de una conversación al reducirla a un choque de enormidades como suele ocurrir en esas discusiones tabernarias que abundan en las redes sociales. Revela simpleza mental, falta de imaginación y de profundidad, incapacidad para elaborar un alegato razonable. Nueve de cada diez veces que aparecen los nazis en una frase se trata de un parangón fuera de lugar, una trivialidad propia de personas vulgares que no tienen otra referencia más compleja a su alcance.

En la política española se ha impuesto una variante que sustituye a Hitler por Franco o por Tejero. La acusación de golpismo surge con alarmante naturalidad en cualquier contexto; los que se precian de una cierta sofisticación apelan a Pavía para demostrar su amplitud de conocimientos. La probabilidad de que aparezcan los bigotes del civilón en un rifirrafe dialéctico, sobre todo si transcurre en el Congreso, es directamente proporcional a la carencia de talento de unos dirigentes acostumbrados al lodazal del trazo grueso, demasiado torpes para manejarse sin el comodín del improperio. Sucede en la oposición y en el Gobierno, pero en éste es más grave la falta de respeto a las reglas del juego. Por su responsabilidad intrínseca y porque entre sus muy numerosos miembros debería haber alguno cuerdo para evitar ese zafio navajeo.

Esta banalización de un concepto tan excepcional tiene poco recorrido. Pasa igual con el abuso del término fascismo para convertir al adversario en enemigo; si todo el mundo es ‘facha’ los que de verdad lo son pasan inadvertidos. Y si toda actuación irregular o cuestionable es golpe, nada acaba por serlo, incluso cuando –como el ‘procés’ separatista– constituye un golpe auténtico: una institución del Estado que se subleva contra el ordenamiento. Así, para Sánchez, que ha despenalizado esa insurrección real cambiando de forma torticera las leyes, los golpistas son la derecha, la prensa, los empresarios y hasta los jueces; todos menos sus socios delincuentes.

Del mismo modo la oposición incurre en altisonancia comparativa. El sanchismo no ha dado un golpe ni lo necesita; lo suyo es una escalada deconstituyente subrepticia, un proceso populista de degradación democrática paulatina. Eso lo vuelve quizá más peligroso porque camufla su desviación de poder bajo apariencia legítima. Pero las analogías desmedidas resultan contraproducentes, pierden credibilidad y favorecen al cabo la impostura victimista. Es esencial recordar que las palabras importan –salvo al presidente– y que la última, la de los ciudadanos, aún no está dicha. Como dijo Felipe sobre la OTAN, lo que se aprueba por mayoría se puede revocar también por mayoría.