Amigos comunistas

ABC 28/08/15
DAVID GISTAU

· Provisto el comunismo de los salvoconductos de la izquierda, para oponerse a él se requiere un coraje en sociedad del que Cifuentes carece

AYER tuve al teléfono a un amigo con el que intercambio recomendaciones de lectura. Hablamos de «Tierras de sangre», el libro de Timothy Snyder en el que Europa es estrujada y gotea sangre como una toalla mojada. Sobre todo, la Europa atrapada entre la URSS y Alemania, dos predadores gigantescos que dotaron de contenido a una palabra nueva, inventada por Lemkin aquellos años: genocidio.

A mi amigo le dije cuán pavoroso es el relato de un episodio cuyo horror, menos industrial que la cadena de montaje de la muerte que fue el Holocausto pero igual de despiadado, no se conoce lo suficiente: la colectivización agraria emprendida en Ucrania por los soviéticos. La proscripción del «kulak», abocado a ser ejecutado o convertido en esclavo del Estado en una granja colectiva. Las deportaciones masivas a los campos de Siberia que preludian los trenes de Auschwitz. Las requisas hasta de las últimas semillas. Finalmente, la hambruna inducida, el canibalismo, las bandas antropófagas como en una distopía de McCarthy, los niños con el vientre hinchado, con los ojos saltones, convertidos en esqueletos errantes que quedaban ahí donde caían muertos. Tres millones de seres humanos liquidados, con una agonía lenta y sufrida en familia, en menos de un año. Los que agonizaban pedían a sus seres queridos que se los comieran. Cómo me decepcionó saber que Arthur Koestler, todavía no desengañado, todavía un comisario intelectual, estuvo allí y describió a los moribundos como enemigos de la utopía comunista cuya hambre era sabotaje.

Quiso la casualidad que, mientras hablábamos, echara un vistazo a los periódicos del día. En una entrevista publicada en la contraportada de «El Mundo», mi amigo Pedro Simón no sólo llamaba «colaboracionista» a Hergé, como si Sartre y Picasso se hubieran caracterizado por su coraje resistente durante la Ocupación –lean «Y siguió la fiesta», de Riding–, sino que además preguntó deliciosamente a Cristina Cifuentes si ella tenía algo contra el comunismo: «No, no, no, el comunismo me parece muy respetable. Tengo muchos amigos que lo son». Señores, con todos ustedes, le generación refundadora de la derecha liberal. No, no, no, muy respetable, muchos amigos, gulag. ¿Cuántos amigos respetables por fascistas admitiría tener la señora Cifuentes?

Lo significativo es el sofoco que le da cuando comprende que se arriesga a pasar por anticomunista. Un conocimiento más exhaustivo del siglo XX le habría permitido entender que, intelectualmente, el anticomunismo es una obligación moral idéntica a la del antifascismo, y más para alguien que vincula la promoción de su imagen a palabras como «democracia» y «liberal». Eso sí, provisto el comunismo de los salvoconductos de la izquierda, para oponerse a él se requiere un coraje en sociedad del que Cifuentes carece. Terminará siendo esta derecha la que diga cosas como lo de Benet sobre Solzhenitsyn: que, en lugar de liberarlo del gulag, había que mantenerlo encerrado en un psiquiátrico de por vida.