El Correo-JOSÉ IGNACIO CALLEJA Profesor de Moral Social Cristiana

Estoy aprendiendo algo de política. Por ejemplo, cuando la pasada legislatura accedió a la Alcaldía de Vitoria quien había quedado tercero en las votaciones, me pareció difícil de entender éticamente el acuerdo que lo encumbró; pero el tiempo demuestra que ese era el camino en situaciones de enorme dispersión electoral. Aquella es una historia que vista con ojos de hoy resulta totalmente vieja y superada. Se hizo lo que había que hacer, por más que algunos puristas (como yo) no lo entendieran. Todavía hay personas que se resisten a aceptar esto que digo y se preguntan, ¿para qué votamos si luego ellos deciden quién gobierna y poco tiene que ver con la lista más votada? Y la respuesta es clara. Lo anacrónico es la pregunta. Está fuera del tiempo. Porque hoy es así, en sociedades tan dispersas en su voto, es así.

Y la dispersión del voto no es por casualidad, sino por proyectos ideológicos más que económicos muy distintos. De hecho, se dice con razón que las diferencias de concepción general de sociedad y de objetivos macroeconómicos no son tan distintos entre todos los partidos, pero las políticas sociales, culturales y nacionales sí que reflejan diferencias muy importantes. O si se quiere pensar de otro modo, las diferencias ideológicas más que prácticas adquieren tal relieve que la diversidad de la sociedad es muy notable. Luego propongo aceptar una primera conclusión que es objeto de resistencias, cuando para mí es una evidencia: no hay una diversidad política artificial sino una sociedad enormemente diversa en pareceres y demandas. Por lo que sea, porque es incierto el futuro del modo de vida capitalista, porque los Estados aparecen demasiado grandes para lo local y demasiado pequeños para lo global, porque la Tierra se revela como una casa común en riesgo climático, porque África presiona por un modo de vida que le corresponde y eso conlleva recolocar muchas piezas y personas, porque la ética de los derechos humanos fundamentales roza con la pléyade de identidades que reclaman diferencias que hemos de discernir, porque la misma dignidad de la persona se hace más líquida cuando se traduce a «lo que yo siento» y «lo que debemos a los nuestros»… Y así, que el lector piense varios otros porqués. Luego queda dicho que la diversidad electoral procede de una diversidad ideológica muy intensa que atribuimos al antojo de los políticos, pero que es más que eso: somos en gran medida nosotros y lo es nuestra sociedad; una sociedad tan igual y manipulable en las modas, como terca en

hallar un punto innegociable frente a los otros, aunque sea una bandera, una fiesta o una costumbre. En fin, algo que parezca casi sagrado cuando Google dicta nuestra vidas.

Otro aprendizaje político que he sentido de un tiempo a esta parte, y esto muy nuestro, muy de los vascos, es que la izquierda abertzale se desfigura a favor de la diferencia nacional. Antaño, cuando ETA nos «vigilaba», uno sabía que si debatía con alguien del viejo movimiento vasco de liberación nacional, estaba ante un hombre o mujer de izquierdas. Socialista, sin duda, y revolucionario probablemente. Hoy, no. Hoy se compite por sustituir al partido nacionalista vasco como referente nacional y la lucha social está delegada y sindicalizada. Más reivindicativa o menos en esa expresión sindical frente a la producción capitalista y, sobre todo, frente al presupuesto público, pero propiamente sin planteamientos generales de sociedad alternativa.

Los programas políticos y los votos logrados en la izquierda nacionalista (y, a su modo, en toda la izquierda, mutatis mutandis) corresponden a una intención de corte más social que en la derecha moderna nacionalista, ¡cierto!, pero el cocido se juega en sustituirlos en la expresión nacional independentista antes o después. Tengo la convicción, cierto que pendiente de prueba en gran medida, de que hoy la mayoría del electorado de mediana edad que sostiene el proyecto nacional vasco independentista es eso, independentista mucho más que socialista y alternativo. Su aspiración general ya no es un mundo de pueblos en justicia social exigente, sino un proyecto social de país que no esté gobernado desde Madrid, sino desde «aquí». ¿Para qué? Para lograr los objetivos que la burguesía y las clases medias trabajadoras de la gran empresa y la administración pública defienden para sí en cualquier Estado que se precie.

A ver, que esto no es una maldad insoportable y sólo entre nosotros, sino una observación de cómo vamos evolucionando y dónde se juegan los cuartos de esta sociedad. Con lo cual, no está de más que los viejos profesores de ética social digamos a nuestra sociedad que una cosa es compartir mayoritariamente un proyecto nacional, y otra participar de una conciencia social profundamente implicada en la justicia social entre los pueblos y en el propio pueblo. De hecho, esa vieja ética que no es mía, que es de todos, yo lo hago como cristiano, hace tiempo que viene recordando que en cualquier proyecto político, los más injustamente débiles en tantos sentidos, las víctimas, han de ser el eje natural de la construcción nacional y de su primera expresión, los presupuestos generales de la comunidad, sea Estado, Territorio, Comunidad, o lo que fuese. Y aquí es donde se verifica que no, que la conciencia nacional más extendida se resiste a primar este criterio en favor de «he ganado unas oposiciones», «el capitalismo son los otros», «otros trabajan menos y cobran más», y demás argumentos de peso pero muy inciertos con sentido crítico. Hasta aquí estos aprendizajes políticos impertinentes.