Antonio Rivera-El Correo
- El PNV ha redoblado la presión sobre la izquierda abertzale para que rechace el pasado terrorista. Aunque lo haga por razones tácticas, bienvenido sea
Hubo un tiempo en que nacionalistas y abertzales dirimían su particular competición dando patadas en el culo de los no nacionalistas; bueno, muchas veces eran más que patadas por parte de estos segundos. Unos y otros han mantenido un pulso por el dominio político del país desde el día en que ETA se alzó pretendiendo un ‘sorpasso’ en toda regla sobre el nacionalismo histórico del PNV. En aquellos tiempos en que la violencia se tomaba por otra manera de hacer política, los reproches contra los terroristas y sus soportes civiles dependían del papel o de la consideración que se reservara al agente español, ya fuera el Gobierno central o la ciudadanía vasca no nacionalista. En esa tesitura, en numerosas ocasiones se echó en falta un rechazo más contundente, menos calculado en términos tácticos.
De un tiempo a esta parte, cuando el terrorismo ha dejado de ser protagonista, el nacionalismo vasco y su amplio entorno de medios, portavoces o personas reconocidas de esa procedencia han intensificado la crítica contra el mundo abertzale por la cuestión del pasado; en concreto, demandando un rechazo de estos de toda la historia de violencia de ETA. Los reproches se manejan en un ámbito que ha terminado por crear un lenguaje y una semántica endiabladas, donde aparecen términos como «condena» o «rechazo» con significaciones insospechadas y cambiantes.
Alguien que llegara tarde a la política vasca podría pensar que esta discusión tiene su lógica: al fin y al cabo, es adecuado recriminar a quien no se aparta de ese recuerdo de violencia después de un decenio de haber acabado esta. Incluso alguno podría suponer que esta agria conversación es continuación de aquel acuerdo de 2013 del Parlamento vasco que estableció el llamado suelo ético, donde se desautorizaban todos los argumentos para justificar el recurso al terrorismo. Me temo que no hay nada de eso. Estamos ante una nueva fase táctica donde la exigencia de rechazo del pasado terrorista busca visibilizar las diferencias entre los dos competidores máximos de la política vasca. En ausencia o retirada del resto de actores, el PNV ha concluido que solo tiene una amenaza a su flamante hegemonía: la que le supone el otro nacionalismo. Con haber diferencias notables y evidentes de posición política entre ambos, determinado público puede seguir siendo sensible al argumento de la violencia al cabo de los años, y resulta ventajoso para quien mantiene la iniciativa aparecer cada poco reclamando una afirmación pacifista, mientras el contrario busca el retruécano de la jornada para esquivar la retractación solicitada.
Pero advertir una intención práctica en esa justa demanda no invalida su oportunidad. Los antaño partidarios de ETA llevan peor el reproche de sus cercanos nacionalistas que el de los entonces tomados por enemigos e incluso eliminables. La insistencia jeltzale, táctica o no, acabará por reiteración naturalizando esa exigencia hasta conseguirlo, con lo que se habrá hecho un adecuado aporte a la recuperación moral del país. Nunca es tarde si la dicha es buena. Si ahora el tacticismo juega a favor de los valores positivos, de necios sería desdeñarlo.
En todo caso, obsérvese cómo lo agrio de la disputa no enfría la relación política en otros temas tenidos de superior importancia por nacionalistas y abertzales. Me refiero a las políticas de euskaldunización, ahora cuestionadas en su profunda eficacia, que son respondidas al unísono con un «más madera» de tinte marxiano. En lo de la violencia se puede mostrar flaqueza, en el sentido que sea, depende de las modas de la opinión, pero en lo del euskera no se lo puede permitir ninguno. De manera que acordarán para seguir dando en el culo (y en el futuro vital) de esos vascos sedicentes por la razón que sea con el idioma nacional.
Una situación que se podría repetir en lo que hace a los marcos jurídico-políticos del país y a su relación con el resto de España. Ahí también la teoría de los vascos comunicantes animaría un acuerdo entre esa mayoría natural de nacionalistas, haciendo abstracción, como cada vez que han optado por la estrategia de frente nacional, de los vascos que no siguen esa pauta o de la propia pluralidad del país. A veces amagan con ello, pero parece pesar más en el presente el disfrute de la recompensa de la moderación que el entusiasmo por abrir un camino de venturas. Ahí cada cual ocupa su papel, estático, casi ya geológico, mientras parte de la sociedad contiene la respiración ante cada nueva ocurrencia.
Siendo positivo, todo es artificio porque no hay profundidad democrática en la reclamación que se hace de cortar con la historia. Se sigue pidiendo un desmarque con respecto al pecado pasado -el de haber acudido al recurso de la violencia-, pero no se concluye una experiencia común para el presente y el futuro: no repetir los errores políticos de entonces, aunque se haga sin recurrir a la fuerza y solo mediante la mayoría.