Francisco Rosell-El Mundo
A la espera de si la Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo enmienda la plana este jueves al juez Llarena y libera a Junqueras, como si las urnas pudieran lavar sus fechorías al modo de aquella piscina probática de Jerusalén a la que un ángel descendía y agitaba el agua sanando enfermos, cuando un eventual regreso a funciones ejecutivas facilitaría la comisión de los delitos que le tienen entre rejas, la triunfadora de las elecciones catalanas del 21-D y líder de Ciudadanos (Cs), Inés Arrimadas, está renuente a someterse a la sesión de investidura.
Con la coartada de que sus escaños no suman para armar Gobierno, renuncia por anticipado a una ocasión de oro. Claro que está por ver que el separatismo le brinde esa posibilidad desde su posición de mando de la Mesa del Parlament, bien con la imputada Forcadell como presidenta, bien con otro comodín de la baraja soberanista.
Arrimadas se engaña (o engaña). La cuestión no es aritmética, sino política. Si fuera de índole numérico, Cs no habría librado ninguna de las batallas que, a la postre, le han valido para pasar de la nada a ser actor crucial de la vida española. Merced a su arrojo, salió de las catacumbas con los tres meritorios diputados autonómicos que cosechó en 2006. Si aquella aparición no quedó en flor de un día, lo que hubiera supuesto su inevitable óbito a corto plazo, como acaeció con otras formaciones episódicas, fue porque ambicionaba arramblar con la tiranía del statu quo imperante desde que Pujol arribó a la Generalitat hace cuatro décadas. En esta hora aguda y dramática, menester son menos opiniones de temporada, tactismos partidistas y políticas de vuelo gallináceo.
Hay que alzar vuelo y afrontar con determinación la grave crisis nacional que se libra en Cataluña. Pero es que, además, el temprano anuncio de Arrimadas no se compadece con su iniciativa previa –con menos escaños aún– de auspiciar una moción de censura contra Puigdemont en septiembre, cuando el hoy prófugo enloqueció al volante del procés y arrolló la Constitución y el Estatutpara convocar el espurio referéndum del 1-O. Entonces como ahora el dilema no era aritmético, sino político, lo que ha redundado en favor de que Inés Arrimadas haya hecho historia tres meses después.
Además, tirando de hemeroteca, como ha hecho Santiago González en estas páginas, a Felipe González tampoco le daban los votos para su moción de censura contra Suárez de 1980. Pero aquella derrota abonó fértilmente su apabullante mayoría absoluta de dos años después. Batallas perdidas pueden ser el principio de la victoria final. Wellington, frente a Napoleón, debió afrontar la debacle de Austerlitz para hundir a su gran enemigo en Waterloo reconfigurando la Europa de su época.
Para que Arrimadas vuelva a hacer pie, su equipo debiera remendar aquel eslogan ya recurrente Es la economía, estúpido, ideado por el estratega de la campaña de Clinton, y que resultó concluyente para derrotar a Bush padre en 1992 cuando éste gozaba de una aceptación del 90%. En su lugar, mejor rotular No es la aritmética, es la política, haciéndole la caridad de suprimir la coletilla de estúpido, pese a que el calificativo describa cabalmente su actitud.
Mucho más cuando a Arrimadas ha venido Dios a verla y encarna un vibrante pasaje del Eclesiastés: «Retorné y vi que bajo el sol la carrera no es de los veloces, ni la batalla de los fuertes, ni el pan para el sabio, ni las riquezas para los hombres de conocimiento, ni el favor para los capaces; sino que el tiempo y la oportunidad acontecen a todos ellos». Por eso, Arrimadas debe estar a la altura de las circunstancias y encaminarse con paso firme al ambón del Parlament.
Con la aureola de ganadora de los comicios, esa resolución le permitiría tomar la delantera y fijar las bases de un cambio de paradigma en una Cataluña en la que los falsos profetas proclaman el independentismo como canon de democracia y progreso, cuando sabotea la primera e imposibilita lo segundo, aparte de fracturar la convivencia. Sería, asimismo, muy clarificador porque empujaría a retratarse a todo quisque desenmascarando a los evasivos. Como la ventaja la lleva quien aprovecha el momento, no se entiende su parada de burro manchego tras su arranque de caballo andaluz.
Ante esa mayoría silenciosa avasallada, pero resuelta ahora en las urnas y en la calle a romper la espiral del silencio nacionalista, e incluso a reconquistar Cataluña desde su Tabarnia virtual, Arrimadas tiene un compromiso con ellos que no puede desatender. En esta encrucijada, se recaba la audacia de quien no se ha arrugado ante el hostigamiento secesionista y que no puede dar la sensación de que pega la espantá. Ha de saltar al ruedo por muy placeado que esté –que lo está– el ganado a lidiar.
Esa obligación política, pero también moral, es ineludible. Al margen de los juegos que se traigan dos rumiantes de su fracaso electoral (PP y PSOE) al apremiarla para que dé ese paso adelante. La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Con la responsabilidad contraída, Cs no puede pretender eternizarse como un partido adolescente, sino asumir que le ha llegado la mayoría de edad, si es que no anhela morir joven y dejar un bonito cadáver, como James Dean.
Arrimadas supo enderezar el tiro en campaña tras su equívoco mensaje a los «independentistas de buena voluntad» o su ambigüedad sobre el artículo 155 por estar estigmatizado para luego hacer acopio del voto constitucionalista. Todo ello, en detrimento de un PSC de Iceta que se lio con los indultos a los golpistas desatando una estampida de votantes y de un PP en el que Albiol estuvo atado de pies y manos a las consignas de La Moncloa. Por eso, carece de sentido que deserte de su primacía en la investidura, como si la Presidencia de la Generalitat fuera cosa de nacionalistas o de asimilados al nacionalismo obligatorio.
Olvida que Cs nació como reacción al desencanto que originó, entre sus fundadores, que el gran alcalde de la Barcelona de las Olimpiadas del 92, Pascual Maragall, plegara su cosmopolitismo. Quiso entrar por el ojo de la aguja del nacionalismo –como el camello del Evangelio– para presidir la Generalitat en un tripartito que destapó una caja de Pandora atiborrada por Pujol. Allí se jodió esa Cataluña que se ha dado un resquicio, si esta elegida del destino no abdica. Es archisabido que, cuando los dioses nos quieren castigar, hacen que se cumplan nuestros deseos.
No conviene echar en saco roto lo que Bertolt Brecht advierte en Historias de Almanaque sobre la capacidad infinita del nacionalismo de tornar estúpidos a quienes no lo son. Pero que contagie la estupidez, no significa que lo sean sus demiurgos. Repárese en el maquiavelismo del beato Junqueras. Ante el Gobierno y los poderes económicos, el mosén de ERC se presentaba como ancla frente a los desvaríos de Puigdemont; a la par, capitaneaba el estado mayor golpista, como traza la moleskine incautada a Jové, su segundo en la Consejería de Economía. Su valor procesal es parejo al de los Papeles de Sokoa, la cooperativa de muebles que ETA poseía en Hendaya y donde la Policía halló la contabilidad de la banda.
Como debe poseer más de una lengua, Junqueras miente a placer. Goza de la dispensa de los suyos que dan por bien empleadas esas falsedades en provecho de la quimérica república. Pero no sólo ellos, corroborando la apreciación de Brecht, también coadyuvan los compañeros de viaje del viejo comunismo. Leen sus cartas desde Estremera como si fueran las Lettere dal carcere de Gramsci. Enternecidos de cómo repudia en ellas el odio y el rencor, cuando son los venenos que insuflan el nacionalismo xenófobo y supremacista de ERC. De ser verídica su conversión, habría que abrir, sin demora, causa de beatificación en Roma.
Pero, como Arrimadas debe estar avisada de milagrerías tan postizas como ésta y la de Forcadell ante el juez Llarena para eludir la prisión, debe coger el toro por los cuernos y no reiterar el yerro de Cs en Andalucía cuando la suerte le vino de cara y le entregó la llave de la gobernabilidad. Lejos de descerrajar el régimen socialista –casi 40 años lo contemplan–, le dio un par de vueltas más para vivir a su costa.
Claro que su comisionado, Juan Marín, nunca notó la existencia de tal régimen viniendo de gobernar siete años con el PSOE en Sanlúcar de Barrameda. A base de regalarle el oído a Susana Díaz, este antiguo relojero tiene la misma relación con la presidenta de la Junta que Héctor Cámpora con Perón: «Camporita, ché. ¿Qué hora tenés?», le inquiría, y su delegado personal respondía obsequioso: «La que vos querás, mi general».
Por eso, Arrimadas, que conoce el percal meridional por su natividad jerezana, debiera multiplicar los talentos que le han entregado las urnas invirtiéndolos adecuadamente. No es cosa que, tras abrirse paso como Aníbal por los Alpes, los dilapide fiada a que los independentistas se van a cocer en su propia salsa, al igual que el general cartaginés desperdició marchar sobre una Roma en retirada. «Los dioses no conceden –le diría su lugarteniente, cuando retornaba medio ciego a defender Cartago tras 36 años ausente– todos sus dones a una sola persona. Tú, Aníbal, sabes conseguir las victorias, pero no sabes emplearlas».