EL CONFIDENCIAL 13/01/16
JOAN TAPIA
· La CUP le ha ganado la batalla a Mas porque el ya ‘expresident’ tenía menos fuerza de la que exhibía
En estos tres meses largos se han visualizado las contradicciones del soberanismo. Y en la sesión de investidura de Puigdemont hubo un clima diferente. No era lo mismo y se podría decir, exagerando, que el hechizo se había difuminado, hasta el punto de que el portavoz de la coalición ICV-Podem, Lluís Rabell, se atrevió a calificar al candidato a ‘president’ de “somiatruitas” (iluso y, literalmente, “soñador de tortillas”) y a decir en voz alta que la declaración rupturista del 9-N era una “fanfarronada” que sabía perfectamente que no se podría cumplir. En estos casi cuatro meses de parálisis y desánimo, la fuerza de la gravedad ha acabado haciendo que ‘de facto’, aunque no ‘de jure’, el independentismo haya tenido que ir reconociendo a medias algunas cosas.
La primera -quizá la más relevante- es que no hay mandato democrático, pues cualquier ciudadano sabe que el 48,7% no es el 50,01% y que por lo tanto el independentismo perdió -aunque por la mínima- las elecciones plebiscitarias de Artur Mas. Sí, el 48,7% es un porcentaje de votos muy alto que indica que una gran parte de la población catalana está insatisfecha con el encaje de Cataluña en España, pero en ningún caso estamos ante un mandato para desconectar del orden constitucional del 78 que una parte del nacionalismo catalán (CiU, aunque no ERC) contribuyó a construir.
Ir hacia la independencia sin el apoyo de la mayoría de catalanes y rompiendo la legalidad del estado de derecho es un desafío imposible
Quizá de más importancia práctica es que tampoco hubiera mayoría parlamentaria para gobernar. La candidatura independentista de Junts Pel Sí (JxS), formada por la confluencia de CDC, ERC y varias asociaciones nacionalistas e independientes de distinto signo, obtuvo 62 diputados. O sea, que se quedó a seis escaños de la mayoría absoluta y perdió 10 respecto a las anteriores elecciones de 2012. Es cierto que la CUP, una plataforma revolucionaria, independentista y asamblearia en cuyo programa está la salida de la Unión Europea, sacó un 8% de los votos y 10 diputados, con lo que juntos sobrepasan la mayoría absoluta y llegan a los 72 escaños.
Pero esa mayoría es bastante teórica y ha tardado tres meses en conseguir un pacto de legislatura -cuya estabilidad está además por ver- cuya primera condición ha sido la retirada de la candidatura de Artur Mas, que era el líder indiscutible de CDC y cuya Presidencia se creía imprescindible para que el ‘procés’ pudiera llegar a puerto. Mas se ha ido -al menos provisionalmente- del primer plano, ha elegido a Carles Puigdemont y como contrapartida la CUP se ha comprometido a un pacto de estabilidad parlamentaria en base a la declaración rupturista del 9 de noviembre, que ha sido anulada por el Tribunal Constitucional y cuya puesta en práctica es considerada imposible salvo que se quiera correr el riesgo de un choque de trenes real -hasta ahora ha sido fundamentalmente declaratorio- que podría llevar a la suspensión de las instituciones catalanas.
¿Qué va a pasar ahora? El pacto con la CUP y el texto de la famosa declaración harían creer que se va a desbordar la legalidad española y que el choque real de trenes se va a producir. Es una posibilidad cierta pero nada segura, al menos a corto plazo. Por una parte, el hasta ahora coordinador general de CDC, Josep Rull (nuevo ‘conseller’ de Obras Públicas) declaró a la Ser el mismo lunes por la mañana que no se iba a romper la legalidad sino que se va a sustituir por una nueva legalidad catalana que se tiene que construir. Es un ejercicio difícil que necesitará toda la dedicación del presidente del Consejo Asesor de la Transición Nacional Catalana, Carles Viver Pi-Sunyer, antiguo vicepresidente del Tribunal Constitucional español.
Es posible que al menos a corto plazo el nuevo Gobierno catalán no pase de las palabras de ruptura con España a los hechos
Pero si se hace caso de Viver Pi-Sunyer y de su equipo de juristas (entre los que hay algunos notables constitucionalistas), será imposible crear los llamados instrumentos de Estado en tan poco tiempo como marca la declaración del 9-N. Esto podría dar un respiro a la espera de que el nuevo Gobierno español -sea del signo que sea- pudiera acompañar la respuesta jurídica de otra política que ayer mismo pidieron tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias al afirmar que Rajoy debería recibir a Puigdemont.
Pero, además, pasar de las palabras a los actos jurídicos entraña muchos riesgos para las instituciones catalanas. Un ejemplo -puesto de manifiesto por Miquel Iceta en el debate de investidura- es lo que ha pasado con la célebre declaración rupturista del Parlamento catalán que ordenaba la “desconexión” urgente con España y negaba toda autoridad al Tribunal Constitucional. El Gobierno español la recurrió y el Tribunal Constitucional declaró su nulidad. ¿Cuál ha sido la reacción del Parlamento catalán? Recurrir dicha nulidad ante el propio Constitucional, el órgano al que la citada declaración negaba toda legitimidad. ¿Qué quiere decir esto? Pues sencillamente que el independentismo va más lejos con las palabras que con los hechos, y que titubea ante un enfrentamiento real con el Estado que puede tener perniciosas consecuencias. Mi impresión -quizá mi deseo- es que se va a mantener en esta relativa indefinición (no verbal pero sí fáctica) durante más tiempo del que proclama.
El independentismo ha mostrado sus miserias y sus debilidades pero también se ha puesto de relieve que tiene una fuerza real nada despreciable. Que CDC haya estado dispuesta a entregar a la CUP la cabeza de Artur Mas porque no quiere un pacto a la baja con otros grupos como ICV-Podem o el propio PSC indica cierto fundamentalismo, y seguramente un mal cálculo político, pero también una determinación algo extrema. Y aunque su porcentaje de votos en las legislativas españolas ha bajado (históricamente siempre le ha pasado al nacionalismo), el 48,7% en las elecciones catalanas pese al récord de participación no es un dato a despreciar u olvidar, pues siempre se había creído que si en las autonómicas subía la participación, bajaría automáticamente la cuota electoral del nacionalismo.
La debilidad del independentismo y el inicio de una nueva legislatura que necesitará mayor consenso pueden ser una oportunidad a no tirar por la ventana
No fue así el 27-S, y la prolongada ausencia de respuesta política por parte del Gobierno Rajoy -confiarlo todo a exigir el respeto a la ley- ha hecho subir el independentismo del 25 a casi el 50% en todas las encuestas, y su cuota electoral real ha crecido todavía más porque la CDC de 2011 no era independentista. Artur Mas -víctima de sus contradicciones- se ha acabado teniendo que retirar a un segundo plano, pero el independentismo -contrariamente a la visión simplista de algunos medios de Madrid- no ha desaparecido, ni parece que lo vaya a hacer, y mantiene su desafío.
Hoy podemos concluir que el independentismo no tiene la fuerza necesaria para crear un Estado propio y que en gran parte sigue siendo un movimiento de protesta. Pero si queremos evitar un choque real de trenes que podría tener graves consecuencias para todos, sería prudente e inteligente que el nuevo Gobierno español -sea el que sea- acompañara la exigencia del respeto a las leyes de una voluntad de negociación que seguramente debería llevar a una reforma de la Constitución como -con diferentes acentos y no demasiadas coincidencias- defienden ya tanto el PSOE como Podemos y Ciudadanos. Y a la que el PP -quizá porque sea condición para su mantenimiento en el gobierno- se empieza a abrir.
El conflicto catalán -el encaje de Cataluña en España- se ha complicado mucho desde la sentencia del Estatut de 2010, pero quizá todavía se puede dar marcha atrás en las posiciones máximas de ambas partes, buscar una tregua provisional y abrir una negociación seria y basada en las realidades. La independencia de Cataluña es una quimera que a corto tendría efectos negativos para todos, pero el ‘statu quo’ actual es difícil de mantener porque el independentismo roza el 50% y más de las dos terceras partes de los catalanes desean -según todas las encuestas- un mayor autogobierno. Es mucho vapor.
Quizá las graves dificultades de los soberanistas, no ya para crear un nuevo Estado sino para algo tan elemental como formar Gobierno y el inicio de una nueva legislatura española, que tendrá que estar basada en un mayor consenso entre las fuerzas políticas, sean una oportunidad que no debamos tirar por la ventana.