Arturo I el tramposo

ABC 05/08/15
IGNACIO CAMACHO

· Mas se ufana de burlar su propia ley. Es la primera vez que se anuncia con toda formalidad un golpe contra la Constitución

HAY algo extraño, algún mecanismo moral viciado, en una sociedad que en plena crisis de desconfianza sobre la política confía en un gobernante que hace trampas. Eso sucede en Cataluña, donde una parte significativa de los ciudadanos apoya a un presidente que no sólo es tramposo sino que blasona de serlo. Artur Mas lleva tiempo presumiendo de engañar al Estado, pese a que el Estado es también él, como si eso constituyese un gesto de astucia en vez de un ejercicio de deslealtad. Mas, envuelto en una grandilocuente mística mesiánica, tiende a sentirse un mito reencarnado: ora Moisés en el Sinaí, ora Ulises ante Polifemo. La realidad resulta mucho más prosaica: Arturo el Astuto no es otra cosa que Arturo el Fullero.

La última de sus fullerías consiste en convocar unas vulgares elecciones de diputados autonómicos para convertirlas en un plebiscito subterfugial de secesión. El presidente de la autonomía catalana se ufana así de burlar su propia ley, creyéndose una suerte de príncipe de Maquiavelo. Pero lo hace porque sabe que puede hacerlo, que sus conciudadanos se lo permiten y hasta se lo jalean. Si hubiese cierta energía moral en lo que queda de constitucionalismo civil en Cataluña, su explícita declaración de intenciones dolosas merecería que alguien lo denunciase en un juzgado por estafa. O por golpismo: es la primera vez en España que se anuncia con toda formalidad oficial un golpe contra la Constitución.

Podría hacerlo el Gobierno de la nación, claro, que de hecho ya lo hizo, por desobediencia, tras el referéndum de cartón piedra de noviembre. Con escasa eficacia, por cierto. Pero es que también hay una falla grave en la estructura política española cuando el poder central se deja engañar adrede. Cuando permite a una administración autonómica constituir un consejo para diseñar a plena luz un proceso secesionista. Cuando sanciona una monumental ofensa al Rey y a los símbolos nacionales con poco más que una multa de tráfico. O, sobre todo, cuando allega fondos privilegiados a esa autonomía a sabiendas de que sus gobernantes los emplean para construir estructuras de Estado.

Al Gobierno siempre le queda el pretexto formal de cumplir la ley que Mas desafía; la obligación de esperar a que los presuntos y anunciados delitos se consumen para poder impugnarlos. Esa precaución no afecta, sin embargo, a las decisiones políticas, que muestran una permisividad escandalosa con el fraude independentista. Pero la principal responsabilidad de que las instituciones catalanas se hayan transformado en una monumental usurpación recae sobre quienes tienen la potestad de revocarla o desenmascararla con su voto. Y en ese sentido ya no ha lugar a confusiones. Mas el Tramposo ha llevado a su gente al borde de un abismo autodestructivo: a partir de ahora son los catalanes quienes deciden con plena conciencia si dan o no un paso adelante.