José María Ruíz Soroa-El País
Precisemos desde el principio qué efectos prácticos tiene el aplicar el nombre de nación a algo
Una buena manera de evitar las discusiones interminables, esas que a nada provechoso salvo al mutuo disgusto y a la general confusión conducen, consiste en empezarlas con una exigencia metodológica: definamos primero de qué vamos a hablar. Aquel es un fascista, dice uno; defina “fascista” antes de seguir, por favor, propone el otro. Padania es una nación… defina primero “nación”. Esos son unos negacionistas… defina previamente el término “negacionista”. Y así.
Como jurista siempre me sedujo la forma de comenzar que tenían los convenios internacionales que pretendían establecer una regulación uniforme en determinadas materias. Parecía infantil y pobre (adoramos la abstracción conceptual) pero era prudente. Y era la de estipular en su primer artículo el significado que se atribuiría a las palabras clave usadas en su parte dispositiva: “A los efectos de este tratado, tales palabras significarán lo siguiente…”. Y seguía una ristra de términos y significados. Era la única manera de establecer una regulación común para Estados de diversa tradición jurídica en los que las palabras no tenían el mismo significado. Hablar mediante conceptos, que es la manera de avanzar del pensamiento y de la conversación, no sirve para acercarse siquiera al acuerdo interpersonal cuando las palabras que designan los conceptos pueden significar cosas diversas, que es lo que sucede fuera del campo científico estricto.
Entonces se recurre a estipular: “A los efectos de esta conversación se entenderá por…”. Permite un acuerdo limitado y solo a limitados efectos. Es imposible de usar con carácter general y para todo, pues no pasaríamos del comienzo. Pero en terrenos muy conflictivos limpia la conversación de malos entendidos y le da un poco de utilidad. Una de las obras seminales de la ciencia política (la Teoría de la democracia, de Giovanni Sartori) comienza por una notable confesión: “Las ideas erróneas sobre lo que significa la democracia determinan que la democracia funcione mal. Esta es una razón suficiente para escribir este libro”.
La conversación nacional sobre la nación y sus derivadas se ha convertido en tal gallinero semántico que está pidiendo a gritos un poco de estipulacionismo
Bueno, pues la conversación nacional sobre la nación y sus derivadas se ha convertido en tal gallinero semántico que está pidiendo a gritos un poco de estipulacionismo. Estipular no es definir, no se trata de establecer lo que “es” una nación (por ahí nos perdemos en teorías y clases de naciones), sino lo que “vamos a entender” por nación cuando usemos ese término en la conversación política actual, aquí y ahora. Provisional y limitadamente. A qué exactamente nos estaremos refiriendo cuando disputemos ardorosamente si Cataluña es una nación o no, si lo es España, qué es la plurinacionalidad, y qué la nación de naciones, si por acá hay ocho o tropecientas naciones, si la nación política o la cultural, la patriótica o la étnica, y así indefinidamente. Porque si no hay una estipulación del significado de aquello sobre lo que discutimos, todos tendrán razón y ninguno la tendrá. Babel, en estado puro.
Hay quien critica como afán bobo por ingenuo cualquier intento de estipular significados. Resuena la risa desdeñosa de Humpty Dumpty: las palabras significan lo que quiere el que manda. ¿Sí? ¡Qué más quisiera el que manda! La hegemonía total a lo Gramsci no existe, y por todas partes se le cuelan altersentidos al poderoso. También la docta sorna del populista: las palabras son significantes vacíos listos para ser cargados con el lastre que convenga, es cuestión de habilidad y de verlas venir. ¿Sí? Y después, ¿cómo convivimos en paz? Al final, se impone una conclusión: cierto grado de imprecisión en el significado de los conceptos políticos (igualdad, libertad, justicia, etcétera) es lo que permite a una sociedad proseguir su eterna conversación, como diría Oakeshott. Pero una falta total de acuerdo metodológico previo en la discusión sobre las ideas estructurales de esa misma sociedad la vuelve cacofónica.
Y ya, por pedir, no vendría mal recordar a los pragmatistas norteamericanos y su afirmación básica de que la verdad de un concepto no está en él mismo sino en sus consecuencias. William James nos hubiera dicho que en lugar de perdernos en una discusión nominalista inconcreta y metafísica acerca de la nación intentemos precisar desde el principio qué consecuencias prácticas empíricas tiene el aplicar ese nombre a algo. ¿Qué cambia, qué efecto produce, qué modificación de su estatus trae consigo o debe traer? No se limite usted, apreciado interlocutor, a decir que Cataluña es una nación, o que el futuro de España es el federalismo. Anímese a intentar estipular con precisión qué significa tal concepto y, sobre todo, qué consecuencias prácticas considera usted que se derivan de aplicar ese concepto. Consecuencias concretas, de esas que pueden ponerse en un texto legal como derechos, competencias, atribuciones, y demás. Haga las cuentas del haber y el debe en el libro mayor de la realidad en vez de largar ideas vaporosas. Porque eso de decir que la consecuencia es mayor reconocimiento, más solidaridad, mejor autogobierno, y similares generalidades, eso lo dice cualquiera porque no dice nada.