Gregorio Morán-Vozpópuli
Barcelona se ha ido deteriorando conforme la sociedad y sus poderes adoptaron el narcisismo urbano, lo que sumado a la situación política de Cataluña ha dado ese resultado incontrovertible
Las ciudades enferman. Hay algunas que se mantienen con cuidados intensivos y así llevan siglos, con sus achaques y remedios paliativos. Véase Venecia. Aún sigue con multitudes de turistas que dan fe de cierta inclinación de los seres humanos a contemplar los restos, fastuosos, de lo que fue emporio de civilización y que hoy sobrevive a duras penas. En el otro extremo, nadie que la haya visto olvidará la imagen de Atlantic City, con aquel crepuscular Burt Lancaster en el no menos crepuscular filme de Louis Malle; ahí estaba una ciudad de antiguos sueños de juego y fiesta devenida en escenografía para ídolos rotos.
Ni lo uno ni lo otro, pero sí un poco de uno y de otro, Barcelona se ha ido deteriorando conforme la sociedad y sus poderes adoptaron el narcisismo urbano, lo que sumado a la situación política de Cataluña ha dado como resultado algo incontrovertible: esta ciudad no es de fiar. Con esa perspectiva no resulta extraño que la industria de los ordenadores, la más representativa de los tiempos que corren, se haya acogido a una disculpa de gran calado, el coronavirus, para dar el carpetazo a los riesgos que genera la incomodidad de una urbe desnortada.
Hasta que los grandes de la computación no mostraron su desinterés por arriesgarse a la feria del Mobile en Barcelona, parecía como si la ciudad condescendiera con ellos y les consintiera pisar esta tierra salutífera. Era un favor del narcisismo urbano a los comerciantes más avispados del planeta. Bastó que alguien soplara una improbable alarma para que el castillo de naipes se derribara y nos adentráramos en la fórmula barcelonesa por excelencia: la herencia de tiempos de industriales de fortunas y queridas exuberantes, ocultas a la indiscreción. El silencio de la complicidad se hizo dueño. Nadie se atrevió a preguntar a los poderes siempre ubicuos de esta ciudad sin prodigios por qué Ámsterdam celebraba su Mobile con una sola empresa ausente y por qué aquí nadie asumía si no había algo que dificultaba la empatía de esta urbe, jactanciosa de un pasado de acogimiento y urbanidad.
La elogiosa cita de Cervantes en el Quijote caducó y lo que ayer fue ahora ya no es. Nadie se juega su prestigio cuando éste se valora en miles de millones porque a una ciudadanía impotente y en ocasiones cómplice se le ocurra asumir lo inasumible. Cuando la alcaldesa Ada Colau considera que su timbre de gloria está en ser la primera edil que exhibe su bisexualidad, a mí me importa lo mismo que si tuviera inclinaciones a la zoofilia o al nudismo doméstico, un terreno limitado a la privacidad, y de lo que se trata es de hacer funcionar una ciudad abandonada a la improvisación.
Como el consejero Buch no puede apelar a Trump y el derecho a llevar armas, nos sugiere que llevemos bien apretado el bolso y la cartera, y que tengamos suerte»
Si una alcaldía vive de sus ensoñaciones puede ocurrir de todo; incluso aprovechar los escasos espacios libres para edificar, digo bien, edificar plazas duras. La invención de las plazas duras es uno de los escarnios a que someten los alcaldes con rostro de cemento armado a los vecinos, con la nada abnegada ayuda de los arquitectos ejecutores de este delito urbano. Son plazas en las que no debe haber nada verde, ni árboles. Todo obra muerta y cobrada con la tampoco abnegada colaboración de las taciturnas agrupaciones ecologistas. ¡Fuera el verde, que cuesta dinero, y viva el cemento, que da trabajo a los intelectuales del diseño! Desde que Barcelona se miró en su espejo y se creyó Narciso la ciudad está llena de plazas duras: hasta tiene una dedicada a los Países Catalanes, premiada por el gremio, cuya vista me produce siempre perplejidad y cuya única bondad reside en el lugar de la amplia instalación, frente a la Estación de Sants, lo que consiente que verla y escapar pueda hacerse en apenas un impulso.
Nadie recuerda ya las palmeras que se enseñoreaban de las grandes avenidas olímpicas, ni de los barrios para jóvenes profesionales asentados, convertido todo en pecios de naufragios sucesivos. Eso sí, la Policía Municipal podrá a partir de ahora llevar tatuajes. Gran decisión, porque confundirá a los urbanos con el paisaje humano de barrios fuera de control, sin ley, pero con mucha historia. Por algo antes se llamaba Barrio Chino y ahora se denomina El Raval. Cuando una concejal socialista, Itziar González, pretendió poner coto a la delincuencia en pisos y adicciones hubo de dimitir ante el silencio de sus compañeros de partido, de los medios de comunicación y de los poderes públicos. Entendió que le iba la vida en el empeño y lo dejó. Discreción es la norma, y para enseñanza de discretos nada como no darse por enterados. La última propuesta de la Consejería de Interior ante la alarmante inseguridad de Barcelona consiste en la “autoprotección”. Como el consejero Buch no puede apelar a Trump y el derecho a llevar armas, nos sugiere que llevemos bien apretado el bolso y la cartera, y que tengamos suerte. Sería para reír si no fuera para llorar. Una variante de aquel indescriptible anuncio oficial que clamaba, como quien tira el dinero para pagar la ronda: Barcelona, ponte guapa, sin precisar quién debe gratificar al cirujano plástico.
Qué interés puede tener alguien en arriesgar sus millones en una ciudad donde se jalea a los muchachos de los CDR, protegidos por sus padres en la Generalidad»
Barcelona sufre todas las tardes a partir de las ocho un piquete que no alcanza a cien personas pero que bloquea la vía norte de la ciudad, la Meridiana. Llevan así varios meses y seguirán hasta que les pete, y ojito con acercarse a preguntar o fotografiar, como lo hizo el periodista Xavier Rius. Te agredirán ante la mirada ingrávida de los Mozos de Esquadra.
Seamos coherentes: qué interés puede tener alguien en arriesgar sus millones en una ciudad donde se jalea a los muchachos de los CDR, protegidos por sus padres en la Generalidad, que pinchan las ruedas de las bicicletas de alquiler, queman autobuses de turistas o pintarrajean las sedes de sus adversarios. Barcelona no es lo que fue. Podemos ponernos estupendos y abonar el huerto narcisista para introducir el conflicto de Trump y China, en la misma medida que un día se reaccionó al atentado yihadista de las Ramblas gritando No tenemos miedo, el lema más críptico de manifestación alguna. No se decía por miedo a quién no se tenía miedo, ni por qué no había que tenerlo cuando toda la ciudad estaba acojonada, los poderes públicos mintiendo y los muertos abandonados.
Venecia tiene una larga lista de homenajes; a Atlantic City le basta con el de Malle y Lancaster; aquí ¡oh Narciso! apenas nada. Barcelona no es de fiar; se lo ha trabajado a pulso y púa.