David Gistau-El Mundo
El AVE entre Madrid y Barcelona enlazaba ayer dos ciudades enojadas. En realidad, que los CDR sabotearan las conexiones por avión, tren y carretera no habría supuesto sino la consagración de una ruptura que ya era absoluta.
Sólo los turistas, pequeños daños colaterales de este antagonismo tribal español, parecían no haberse enterado de nada. Se pasaron el día corriendo por Barcelona y por sus carreteras periféricas mientras arrastraban una maleta con ruedas, siempre a punto de llegar tarde a un tren o a un avión que de todas formas no iba a salir. Algunos tiraban fotos con el móvil a las columnas de estudiantes que confluían hacia la plaza de Cataluña como en un safari fotográfico del romanticismo decimonónico español. Estas turbas nuestras que siempre han complacido al turista de emociones sajón. Estas hogueras nuestras que en Gerona alcanzaron una temperatura bajo la cual las vías del AVE se derritieron.
En Madrid cundía la desesperanza de quienes todavía quisieron pensar que encomendar al Estado la resolución de las cosas no abocaba forzosamente a quedarse uno con cara de memo. El consuelo es que ninguna será tan humillante como la del Rey, refutado por el Supremo en ese instante en que creyó salir a defender el orden constitucional en una ocasión de trascendencia fundacional de su reinado. Qué pringao, ¿no?, resulta que sólo era una pequeña distorsión del orden público, un farol algo fuerte en el contexto de una negociación. Esto le pasa al Rey por tener una vocación y por creerse España de un modo que trasciende la inauguración de fábricas de yogures. En España no hay un ejercicio de dignidad que no reciba, tarde o temprano, su castigo. Empleo un adjetivo que ha puesto en circulación nuestro tiempo para decir que llega la hora de lo «disruptivo»: en el solar institucional español, no hay a quien encomendar nada. Cómo se ha aceptado, desde que empezó la purga de la «casta», que la intención política es un eximente del delito, de igual forma que la corrupción es un agravante que justifica el trato más cruel que pueda dispensarse a quien se ponga a tiro del rencor social.
Los estudiantes de la plaza de Cataluña tenían, en su mayor parte, cara de satisfacción por haberse fumado las clases y poder dedicar la mañana a algo mucho más divertido, nada menos que cabalgar un destino manifiesto. Exudaban también, chicos y chicas cuajados en una misma efervescencia, esa alegría para la que en realidad no hace falta usar como pretexto la independencia, que es la de estar en pandilla. La de hacer cosas que parecen todas el preludio de un polvo. Es verdad que por la calle Pelayo había gente enfrentándose a voces por culpa de la sentencia. Sin llegar a las manos, pero qué poquito faltaba. Pero en el cogollo de la plaza había un ambiente distendido y por el público se habría dicho que lo que estaba a punto de empezar era un concierto. Lo desmentían las camisetas, que eran vindicativas, no musicales. Así como el aspecto más torvo de algunos cabezas rapadas que deambulaban como esperando la oportunidad de aplicar lo aprendido en las clases de thai. Mientras las columnas irradiaban como las patas de una araña, la convocatoria corría el riesgo de reblandecerse por falta de propósitos. Algo había que hacer, además de estar ahí, cantando himnos y silbando con dedos tiesos al helicóptero de la Policía Nacional. Esa masa pirandelliana encontró un autor y un argumento cuando se expandió por todas partes la consigna de marchar sobre el aeropuerto de El Prat. Comenzó ahí la peregrinación, la toma de la carretera del litoral, el asalto de la terminal.
No sé a qué atribuirlo, si a la resignación, a la simpatía militante o al miedo. Pero el ciudadano de Barcelona parece haber desarrollado, durante estos años de activismo ambiental, una paciencia inaudita para sobrellevar el sabotaje de su vida cotidiana. Cuando la plaza de Cataluña aún estaba colmada, algunas calles afluentes del paseo de Gracia fueron cortadas por piquetes. No vayan a creer que las cortaron centenares de fieros miembros de los CDR. No, las cortaron hombres con aspecto de jubilados, apenas seis o siete se bastaban para hacerlo sin que a un solo policía de los que andaban por ahí se le ocurriera siquiera afearles la gamberrada. Además, los conductores que se quedaban bloqueados en una trampa se conformaban con su suerte y ni bocinazos pegaban. Ahí permanecían, a la espera de que el antojo de la provecta patota les consintiera seguir. Sólo quienes iban subidos a una Vespa o un Scooter lograban fugarse por las aceras.
Otra particularidad de Barcelona es la capacidad que tiene de abstraerse de todos los días históricos, incluso de los llamados a ser de la ira, en función de cada barrio. En el aeropuerto, entre humaredas y carreras, parecía haberse cumplido el anhelo de desorden proclamado por los CDR. Pero, en los barrios como el Ensanche, la vida seguía, la gente iba a sus citas y a los cafés de repostería fina. Ello, pese a los problemas de comunicación y a los recordatorios agrestes, tales como ver la estación de Sants totalmente circundada por la policía, que no permitía el acceso al vestíbulo de nadie que no pudiera acreditarse con un billete. Por la mañana, en un andén de Sants, este cronista reconoció a algunos compañeros y creyó que también venían a cubrir el estallido apocalíptico tantas veces augurado en Barcelona. Qué va. Formaban parte de otro compartimento estanco de Barcelona, ajeno a la sentencia: se agruparon en torno a una señorita que levantó un cartel reconocible para los periodistas acreditados para cubrir la entrega del premio Planeta, cuya velada necesitará esta vez de más hipocresía social que nunca. No conocían su ganador, por cierto. El premio Planeta sabe cuidarse de las filtraciones mucho mejor que el Tribunal Supremo, aunque las sentencias de su jurado no pongan a nadie de un humor como para ponerse a asaltar aeropuertos.