Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo

El Consejo de Ministros aprobó ayer el anteproyecto de ley que obliga a instituciones y empresas a tener una representación paritaria (mínimo del 40% de mujeres) en sus órganos de administración. Solo algún avieso y torcido ‘malpensado’ puede haber llegado la conclusión de que esta norma tiene algo que ver con las reivindicaciones feministas que se celebran hoy. Muy al contrario, la generosidad y la amplitud de miras del Gobierno ha llegado hasta presentar como un gran logro de sus preocupaciones feministas lo que no es más que una transposición al ordenamiento jurídico español de una directiva europea presentada por el Grupo Popular que, como usted bien sabe, está atiborrado de machistas irredentos.

El objetivo de la medida me parece colosal. Incluso por motivos egoístas. No hay ninguna razón para desaprovechar la capacidad y la preparación del 50% de la población compuesta por las mujeres. Sin embargo, así como el objetivo me parece impecable, el medio de conseguirlo me plantea más dudas. Es obvio que el desarrollo de la sociedad, los usos y las costumbres imperantes penalizan a las mujeres que, en demasiadas ocasiones tiene que renunciar o al menos postergar su desarrollo profesional para atender a sus autoasumidas obligaciones familiares. Los cargos de poder no están bien distribuidos, pero las cargas familiares tampoco.

Creo que todos, incluidas en primer lugar las mujeres, preferiríamos que a los cargos, públicos o empresariales, se accediese por méritos sin distinción de sexos, siempre claro que las vallas que obstaculizan la carrera profesional tuviesen la misma altura para todos. Como eso no es así, se ha decidido que las mujeres tengan un plus de ayuda para lograr una distribución más equitativa. La queja habitual de algunos hombres de que de esta manera acceden a cargos relevantes mujeres incapaces se desmonta inmediatamente en cuanto miramos alrededor y vemos la cantidad de hombres incapaces que ya ocupan dichos cargos, sin que nadie se escandalice por ello.

Siendo así, creo que son mucho mejores las medidas positivas, que derriban los obstáculos existentes, que las coercitivas que imponen determinados comportamientos a todos y sin considerar los innumerables matices que pueblan la vida económica y social. Esta manía de regularlo todo, de imponerlo todo desde arriba, acaba por resultar irritante y nos introduce poco a poco en un sistema totalitario. Máxime cuando los quienes lo dirigen carecen, en la mayoría de los casos, de la capacidad necesaria para conducirlo. De la capacidad y de la intención. Vean el organigrama de La Moncloa…