Agustín Valladolid-Vozpópuli
- Al reincidir en el blanqueamiento de los herederos de Batasuna y aceptar el desplazamiento oficial del castellano, Sánchez ha rebasado los límites de lo admisible, despertando la dignidad adormecida de no pocos militantes socialistas
Desde que escaló a la cumbre del poder es la primera vez que se le ha visto realmente preocupado. No es para menos. Antes o después se iba a romper el hechizo. Antes o después, el reiterado desprecio a la lógica de las cosas, a los que convirtieron al PSOE en una consistente alternativa de gobierno tras renunciar al marxismo, iba a pasarle factura. Quizá se quede en un rasguño, pero dejará cicatriz. Porque una cosa es renovar caras e ideas y otra muy distinta traicionar los más sagrados principios de un partido en cuyo ADN pervive el gen anticomunista que en distintas etapas de la historia, algunas muy recientes, ha combatido las obsesiones antisocialistas y las ensoñaciones inverosímiles de la izquierda radical.
Orgánicamente, Pedro Sánchez lo tiene todo atado y bien atado. No hay riesgo de rebelión interna. Pero al reincidir en el blanqueamiento de los herederos del brazo político de ETA y aceptar la humillación del castellano para sacar adelante unos Presupuestos más que nunca convertidos en el salvoconducto sin fondo de la legislatura, ha rebasado los límites de lo admisible, despertando la autoestima y la dignidad adormecidas de no pocos militantes. Esta vez, Sánchez ha medido mal, porque al sonrojo que produce en muchos la negociación con Bildu, directamente o a través de personaje interpuesto, debe añadirse la soberbia insolente con la que Pablo Iglesias y sus compañeros de viaje presumen de “torcer el brazo” al PSOE y al Gobierno cada vez que creen necesario recordarle al presidente que no hay alternativa al laboratorio de Víctor Frankenstein. Iglesias pacta y Sánchez obedece.
El PSOE ya es poco más que una marca. Sánchez lo ha empequeñecido de tanto despreciarlo. La duda es si el desperfecto tiene marcha atrás, si la rebelioncita que se barrunta tiene algún sentido
El escritor italiano Michele Serra escribía hace unos días en La Repubblica que “la primera y verdadera culpable de la derecha indecente es la derecha decente enmudecida, impotente, vendida”. Se refería a Donald Trump y a un sector de la derecha norteamericana, en ese orden, pero la reflexión muy bien podría aplicarse a protagonistas de otras latitudes. De España, sin ir más lejos. A derecha e izquierda. Hipótesis: después de conocer el apoyo de Bildu al proyecto de presupuestos podríamos adaptar la frase de Serra y afirmar: “La primera y verdadera culpable de la izquierda indecente es la izquierda decente enmudecida, impotente, vendida”. Se me dirá que exagero, que hablar en este caso de indecencia es un imperdonable exceso, que ni siquiera es democrático acusar de tal cosa a quienes atesoran la legitimidad de haber sido elegidos por los ciudadanos. Vayamos por partes.
Indecente (RAE): “No decente, indecoroso”. Lo contrario de honesto, justo, digno. Se me ocurren unos cuantos ejemplos de reciente -y reincidente- indecencia. ¿Son honestos, justos y dignos representantes de los ciudadanos aquellos que con sus decisiones, abiertamente opuestas a lo defendido en la campaña electoral, demuestran un insoportable desprecio a sus votantes? (“Si recopilas todo lo que el Gobierno dijo que no iba a hacer, te sale el programa del Gobierno”; leído en Twitter). ¿Son honestos, justos y dignos quienes después de utilizar como gancho electoral el repudio sin matices a EH Bildu reservan al partido que acoge a los herederos de Batasuna un papel relevante en la articulación de las grandes decisiones de Estado? ¿Hay algún asomo de honestidad hacia tus votantes en la determinación de traspasar al adversario que te insultó y hoy socio minoritario decisiones de profundo calado estratégico? (Pablo Iglesias: “El bloque de la moción de censura está llamado a asumir la dirección del Estado”).
Iglesias y el compi yogui Otegi
Y es que Iglesias coincide en lo esencial con Bildu. Noviembre de 2014. Los periódicos titulaban así tras el primer discurso del líder de Podemos como secretario general de la formación: “Pablo Iglesias promete acabar con el ‘régimen’ de la Transición”. Arkaitz Rodríguez, secretario general de Sortu, hombre de confianza de Otegi, detenido en 2001 por su presunta participación en el aparato de captación de ETA: “Nosotros [Bildu] vamos a Madrid a tumbar definitivamente el régimen”. Bildu participa en las instituciones nacionales para debilitarlas. Siempre ha sido así. En EH Bildu hay gentes que en su día rechazaron la violencia, procedentes de Eusko Alkartasuna y Aralar (al fundador de Aralar, Patxi Zabaleta, la banda terrorista le acusó de traición y su cara decoró con una interrogación a modo de diana las paredes de las capitales vascas). Pero las riendas del poder interno están en manos de los que nunca han reprobado a la banda, e incluso fueron condenados por terrorismo, personajes que tras la máscara y la coartada de la agenda social ocultan su desprecio por la pluralidad, por las libertades; herederos del fascismo etarra que dan soporte a los homenajes que reciben los asesinos y siguen divulgando que el tiro en la nuca fue un trámite legítimo para alcanzar objetivos políticos.
Se podrá también decir, y de hecho se dice, que son lentejas, o matemáticas, y que esta es la única manera de que gobierne la izquierda. Mentira. Otra más. Bildu no es necesario para la gobernación del país. Sí para sostener a María Chivite en Navarra. Sí para que Pablo Iglesias se atrinchere en la coalición forzando la autoexclusión de Ciudadanos, la proscripción del partido de Arrimadas de cualquier acuerdo en clave de país (y para dar un toque de atención al PNV). Iglesias teme que una vez aprobados los Presupuestos Sánchez pueda tener la tentación de resetear, de ir abandonando poco a poco su faceta radical (ver postdata). Y no está por la labor. De ahí las prisas por completar la encerrona con la ayuda de Esquerra y Bildu. De hacerla irreversible. El problema es que hay líneas rojas y líneas humillantes. El problema, como dice José María Múgica, es que deslizándose por el camino de la podemización, pactando con Bildu, “el PSOE se olvida de su memoria y pierde su razón de ser”.
Pablo Iglesias y sus compañeros de viaje presumen de ‘torcer el brazo” al PSOE y al Gobierno cada vez que creen necesario recordarle al presidente que no hay alternativa al laboratorio de Víctor Frankenstein
En no pocas agrupaciones socialistas esta semana está siendo especialmente dura. Caras largas, cambios de acera, encuentros aplazados. Vergüenza, sobre todo vergüenza. Más aún, si cabe, después de que Rafael Simancas se asomara a las redes sociales a defender lo indefendible -cada vez que el PSOE se pasa cuatro pueblos sacan a dar coces a Simancas. Repasen la hemeroteca. No falla: “Asco de escuchar a tanto miserable cuestionar la moralidad de los socialistas en la lucha contra el asesinato político” (sic), escribió en Twitter. ¿Asesinato político? El cerrajero es único haciendo el ridículo. Cuadros y dirigentes provinciales no saben dónde meterse. El PSOE pactando los Presupuestos con un condenado por sedición y los herederos de ETA. Lo que viene a ser un paradigma de moralidad cristalina. Después está lo del jefe, llamando “desleales” a los que osaron cuestionar el pacto con Bildu; un pacto sobre el que no habían sido consultados; un pacto que, diga Ábalos lo que diga, existió y existe (si camina como un pato, grazna como un pato y nada como un pato, es un pato). Algún día conoceremos la letra pequeña.
Con el timón de la estrategia en manos de la facción populista del Gobierno, el debate y la crítica en el PSOE siguen proscritos, y al que alza la voz, mientras se blanquea a Otegi y se negocia con Junqueras la jubilación del castellano y los retoques al delito de sedición en el Código Penal, se le coloca en la lista negra. Recuperemos un párrafo del artículo publicado el miércoles 11 de noviembre por Francesc de Carreras en El País bajo el título “Pulsión antiliberal en el Gobierno”: “Estamos ante una crisis constitucional de mucho calado (…); las ideas claras en el Gobierno sobre lo que debe hacerse y hacia donde debemos ir, las tiene Pablo Iglesias. ¿Son conscientes de todo esto en el PSOE?” Sí y no, pero da igual. El PSOE ya es poco más que una marca. Sánchez lo ha empequeñecido de tanto despreciarlo. La duda es si el desperfecto tiene marcha atrás, si la rebelioncita que se barrunta tiene algún sentido si, en lugar de a organizar la alternativa, a lo único que se aspira es a regenerar unas siglas que, con Sánchez dentro, no tienen ninguna posibilidad de regeneración.
La postdata: ¿giro al centro?
Hay miembros del Gobierno, doy fe de ello, que, en línea con lo que se teme Iglesias, creen que Pedro Sánchez, una vez aprobados los Presupuestos, pondrá en marcha la segunda fase de un plan supuestamente dibujado poco después de las elecciones de noviembre de 2019. A saber: consciente como es de que solo el acercamiento a ese espacio elástico que llamamos centro garantiza la victoria electoral, se irá distanciando de la radicalidad que se ha visto “obligado” a abrazar para sacar adelante las cuentas públicas. Lo hará, dicen, cuando el dinero de Europa neutralice cualquier riesgo de revuelta callejera y con el tiempo suficiente para diseñar una campaña de restauración de la imagen sustentada en la mayor concentración de apoyos mediáticos experimentada en democracia, en la memoria de pez de unos votantes capaces de volver a comprar la misma mercancía averiada y en una izquierda enmudecida, impotente y vendida. ¿Qué, que no es capaz?