ABC-IGNACIO CAMACHO
El ministro vive en trágica contradicción consigo mismo: esos tipos que le escupen son los que le permiten serlo
DAN ganas de aplaudir a Borrell, como ayer hicieron los diputados de Ciudadanos, cuando se planta frente a la chulería del independentismo con esa hidalguía tan suya, ese señorío entre noble, displicente y altivo. Pero también inspira algo de lástima ese orgullo baldío porque esos tipos que le insultan y escupen, esos niñatos faltones ante los que se pone digno, son los que le permiten ser ministro. Esa gente es la que lo ha elevado al poder, la que otorga a su jefe respaldo político, y a un hombre de su inteligencia debe de resultarle ingrato gestionar esa contradicción consigo mismo. O ver cómo el aplauso, tan merecido, brota de los escaños de sus rivales y no de los de sus compañeros de partido. O aceptar que el Gobierno del que forma parte como una especie de cuota residual del constitucionalismo no deje de hacer guiños de complacencia a quienes lo tratan como un enemigo. O ser consciente, como sin duda lo es, de que esa pertenencia lo sitúa fuera de sitio, obligado a defender por su propia cuenta sus convicciones, su trayectoria, su honor y su prestigio.
El presidente ni siquiera fue capaz de expresarle su amparo sin echar un capote a sus desleales aliados. Ningún líder que se precie y desee ser respetado dejaría pasar una ofensa semejante a uno de sus colaboradores más preclaros. Sánchez, sin embargo, la diluyó en el contexto genérico de un bochornoso «espectáculo» en el que se incluyó como víctima del ambiente crispado. De modo oblicuo, ventajista, sesgado, sugería la responsabilidad de la oposición en el escándalo, renuente a condenar directamente a los que habían vejado al único miembro de su equipo dispuesto a conservar el decoro necesario. Pero Rufián y sus colegas no son del PP ni de Ciudadanos, cuyos representantes jamás han traspasado, en el legítimo ejercicio de la crítica, el ruin umbral de la deshumanización que supone un escupitajo. He ahí la metáfora de este momento infame de la política que el sanchismo ha propiciado: el envalentonamiento matonil, el camorrismo fatuo de unos golpistas que se sienten impunes en el agravio porque todo el tinglado presidencial, desde el Falcon hasta el reparto discrecional de cargos, depende de su pulgar hacia arriba o hacia abajo. Porque son los caseros que tienen la llave de la Moncloa donde su inquilino duerme de prestado. Y su manera de recordárselo es ese sucio, barriobajero escarnio con que se consideran consentidos para humillar a un ministro como el señorito que maltrata a un criado.
Esto va a acabar mal, y ese final torcido tendrá un responsable. El que se escuda en el «sean quienes sean» para ocultar que son quienes son, y él lo sabe, los causantes de un clima envenenado que sólo puede conducir a un tóxico desenlace. El que para agarrarse a un poder que ha escalado sin apoyos estables transige sin rubor al denigrante tráfico de favores con una caterva de rufianes.