Nacho Cardero-El Confidencial
- El discurso del presidente en el Senado fue toda una declaración de intenciones. No solo por sus ataques a las grandes compañías y la derecha mediática (la letra), sino por su contenido ideológico (la música)
Pedro Sánchez las sabe coger al vuelo. Ha visto que el liberalismo está en horas bajas, que hay guerra en Ucrania, crisis energética y posiblemente recesión, y se ha puesto a intervenir la economía como si no hubiera mañana. Lo último, la cesta de la compra. Yolanda Díaz, que para esto sí tiene olfato, explorará este el lunes con asociaciones de consumidores y distribuidoras un acuerdo que permita limitar los precios máximos de una serie de productos básicos. Sánchez dice que no lo ve, pero nos maliciamos que terminará viéndolo. Como continúe la sequía y el precio del diésel siga disparado, encareciendo el conjunto de la cadena alimentaria, habrá tope para las cosas del comer y el presidente, y no la vicepresidenta, será quien se apunte el tanto. Tiempo al tiempo.
Ya sabemos de la habilidad de Sánchez para detectar raudo por dónde sopla el viento y moldear el relato a conveniencia. Hay malestar acumulado y puede haber contestación social este otoño y, sobre todo, las encuestas no van bien. Lo hizo con los descuentos de la gasolina, con el tope del gas y con el impuesto a la banca, y lo hará tantas veces quiera según vayan apareciendo agujeros en los bolsillos de los españoles. A cada anuncio, eso sí, las cotizaciones caen. Los inversores piden estabilidad jurídica, calidad regulatoria y transparencia, y en cuanto huelen a intervención, ponen pies en polvorosa. Ya saben: gobernamos para la gente y contra los poderosos.
En este sentido, el discurso del presidente en el Senado fue toda una declaración de intenciones. No solo por sus ataques a las grandes compañías y la derecha mediática (la letra), sino por su contenido ideológico (la música): «Creo que estamos al comienzo de algo nuevo, en que la economía irá por aguas más inciertas, pero también que va a ser una economía más responsable que antes. Muchas de las medidas son reformas estructurales, que cambian el ‘statu quo’ de las cosas. Por eso gritan tantos… Estamos sentando las bases de otra forma de concebir la economía».
Los líderes populistas, con discursos antielitistas, que suelen arrogarse el papel de representantes del pueblo sin que muchas veces el pueblo esté de acuerdo con tal afirmación, surgen cuando los países atraviesan una fase de declive después de haber pasado por otra de crecimiento. Se llega a esta fase cuando la economía da muestras de agotamiento, la desigualdad aumenta y la polarización y las guerras culturales dominan la conversación pública, tal y como señala Ray Dalio, fundador del ‘hedge fund’ Bridgewater, en su megaobra ‘El nuevo orden mundial’.
El análisis que hace de España no puede resultar más demoledor. Todos los indicadores de poder de nuestro país se encuentran en rojo y evolucionarán a peor en los próximos años. Según Dalio, es una potencia modesta y su trayectoria arroja una evolución plana. Las principales debilidades que la han llevado a esta situación son su posición económico-financiera desfavorable, su pobre desempeño a la hora de desplegar los factores de capital y trabajo, su peso reducido en el comercio global y un mal resultado en materia de innovación y tecnología. La conflictividad social, la gobernanza y la seguridad jurídica también registran guarismos negativos.
No obstante, el análisis de Dalio adolece de un problema no menor. A saber: que está realizado desde el liberalismo, causante de muchas de las burbujas y de sus respectivos pinchazos (pregunten a Fukuyama, del que Esteban Hernández hacía un magnífico retrato este fin de semana), lo cual requiere de cierto revisionismo.
Sánchez es consciente de que nos adentramos en un nuevo ciclo en el que antiguos dogmas capitalistas tendrán que ser reformados para poder subsistir, en el mejor de los casos, o destruidos por completo. También sabe que nada a favor de la corriente gracias a una Europa ciega en la que el tuerto es el rey y que, al igual que España, se ha echado en brazos del intervencionismo. Como muestra, un botón: la cumbre energética y la idea de introducir un límite a los ingresos de las energías inframarginales, es decir, las renovables, compañías que están obteniendo grandes beneficios gracias al encarecimiento del gas, para redirigirlo a los consumidores más vulnerables. Un puntapié, esperemos temporal, a la Agenda 2030 y a la bandera de la sostenibilidad.
Es una Europa fragmentada, donde hay 27 países y 28 opiniones, con un Macron que ha vetado el Midcat, un Draghi que se acerca a Argelia después de que este último rompiera con España, y un Scholz del que Alemania recela; una Europa pendiente de una guerra, a la que le esperan dos otoños extremadamente duros y que ha impuesto sanciones a Putin que están haciendo tanto daño o más a la UE que a Rusia; una Europa que entrará en recesión en los próximos trimestres y cuya moneda ha perdido la paridad con el dólar; una Europa que ve cómo una de sus principales potencias, Italia, puede caer en manos de los ultraderechistas.
Éramos muchos los que pensábamos que la guerra de Ucrania serviría para cohesionar e impulsar el proyecto común europeo, pero, finalmente, no parece que esté siendo así.
Nos dijeron que la pandemia sería algo menor, cuestión de unas semanas a la sumo, y se extendió durante dos años; se nos aseguró que el gran apagón no era sino una falacia y, en la actualidad, el grueso de los países europeos ya maneja planes de contingencia para posibles cortes de energía; se nos tachó de locos y sensacionalistas cuando mencionamos problemas para acceder a productos y servicios básicos y este lunes se sientan a negociar un posible límite de precios a la cesta de la compra. Juzguen por ustedes mismos.