IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Marías poseía una excepcional calidad de página, que se supone mérito esencial en un premio de excelencia literaria

El Nobel de Literatura no es un campeonato mundial de escritores. Se trata de un galardón que conceden los miembros de una Academia conforme a sus criterios, y cuyo prestigio proviene de los nombres que lo han recibido a lo largo del tiempo: han sido ellos, no al revés, los que han forjado la reputación del premio pese a las numerosas ocasiones en que fue concedido con dudoso discernimiento o, como demostró el `caso Arnault´, con un fondo de corrupción y parcialidad que explica algunos flagrantes desaciertos. A esto hay que sumar la intención de rotar las culturas e idiomas de los receptores y el influjo de las corrientes políticas de moda en cada momento, conjunto de factores de orden interno que explica los frecuentes veredictos polémicos. El Nobel no se gana: ‘toca’, como la lotería. Y en su lista de candidatos fallidos o preteridos hay una colección de injusticias que van desde Baroja a Eco, desde Borges a Tolstoi, desde Joyce a Kafka, desde Virginia Woolf… a Javier Marías.

El hijo del gran filósofo orteguiano había mamado cultura y pensamiento desde la misma cuna. Su cosmopolitismo intelectual, su profundidad temática y su madurez narrativa están fuera de cualquier duda. Quizá a pesar de su éxito de ventas le faltó, introspectivo y algo misántropo como era, habilidad para las relaciones públicas. O tal vez era aún era demasiado joven, también para morir, qué maldita lástima. Pero tanto en el original español como en sus numerosas traducciones resalta la autoexigencia por la precisión lingüística, la cadencia verbal exacta, la voluntad de estilo cifrada en un orden mental comprometido con el poder evocativo de la palabra. Escritor puro, de raza, de pulso medido, escrúpulo obsesivo y elegancia oxfordiana. Pocos autores contemporáneos poseen esa asombrosa calidad de página, que se supone el mérito esencial en una distinción ideada para condecorar la excelencia literaria.

Da igual; tuvo el privilegio de triunfar en vida. Sus libros, que Umbral tildaba de aburridos con esa animosidad suya tan castiza, gustaban a los lectores –a las mujeres sobre todo, atraídas por sus bien trazadas protagonistas femeninas– y contaban en España y en el extranjero con la bendición de la crítica. Deja una obra densa, heterogénea, versátil, inteligente, a veces hermética, salpicada de anglofilia refinada, de dandismo mundano y de una cierta metatextualidad compleja, llena de guiños ilustrados y referencias cinéfilas. En los últimos años adoptó en sus colaboraciones periodísticas una pose de cascarrabias, de azote de la banalidad posmoderna, que le generó la animadversión sectaria de quienes nunca habían pasado de la solapa de sus novelas. Quizá esa gente celebre el olvido de la Academia sueca. Bien sabía el rey de Redonda que en España el éxito conlleva una penitencia por rebelarse contra la atmósfera general de mediocridad, estupidez y simpleza.