JUAN CARLOS GIRAUTA_ABC

  • Uno valora el patriotismo y solo puede admirar el luto verdadero, no oficial ni impostado, del pueblo que ha perdido a su Reina

Resulta que los españoles adorábamos la férrea tradición, el respeto a la Corona por encima de todo, con un manto de olvido sobre la parte sombría de los reinados. Parecía otra cosa. Se diría que el pasado macizo de la raza que evocaba Machado se había disuelto en el mañana efímero, que es este. Creíamos que Estepaís no servía para las solemnidades. A ver, se incomoda con una reverencia, tutea al Rey, tiene a la nobleza acoquinada, pidiendo perdón por su abolengo. Campechanía ante todo cuando le ponen al duque o al marqués la cámara y el micro delante, y guiños populistas de «soy como vosotros»; es más, soy bastante ‘woke’, como lo demuestran las opiniones y las formas que me gasto. Era quizá la única conclusión posible cuando los aristócratas veían que lo más admirado de Juan Carlos I era el citado atributo de la campechanía.

Estaba seguro de que nuestra peripecia histórica desde la dictadura de Primo había dado al traste con toda parafernalia. Que a Juan Carlos se le admitía porque trajo la democracia con Suárez y Fernández Miranda, y porque el cariño que le demostraba el personal cada vez que salía a la calle era evidente. Había dado por descontado que una ventolera de la historia y de la idiosincrasia española se había llevado volando en un capricho de los elementos todo respeto a la pompa y circunstancia. Pues no.

Hete aquí a España, la nación que desconoce su historia gracias al empeño del sistema educativo, rendida ante los rituales de una monarquía que ha hecho de lo inamovible su razón de ser. Estas hipérboles, estos ditirambos, esta inacabable elegía española a la longeva Isabel del Reino Unido parecen sinceros. Y eso nos sorprende y nos invita a barajar posibles explicaciones al fenómeno. Quizá lo que necesitábamos, después de todo, era una monarquía gélida, distante, de algún modo sagrada. Impecablemente democrática, eso sí. Pero justificada en su existencia, precisamente, por no perder de vista ni un solo día que representa la permanencia. También en España la Corona es símbolo de la permanencia del Estado, pero se ha considerado que la virtud estaba en no ostentar jamás, en hacernos olvidar aquello que en sustancia difiere de cualquier otra instancia.

Uno valora el patriotismo y solo puede admirar el luto verdadero, no oficial ni impostado, del pueblo que ha perdido a su Reina. Setenta años respetando rígidos protocolos, sin una concesión al espíritu de los tiempos. Y es esa imperturbabilidad, esa constancia de que algo está fijado, perdura y perdurará, la que aporta orden y estabilidad al caos. No se trata tanto de estabilidad política, aunque también la añada si se contempla con suficiente perspectiva; es la estabilidad de saberse ciudadano de un sistema legitimado por la democracia y por la tradición a partes iguales. España quería pues tradición, pero la quería en otro sitio. Pobre país nuestro, tan desorientado.