Ignacio Camacho-ABC
- Qué difícil nos pone Rajoy la voluntad de echarlo de menos; para una vez que se mueve elige el peor momento
Entre las muchas penitencias morales e intelectuales que nos impone el Gobierno de Sánchez está la de hacernos añorar a Rajoy cuando ni siquiera él parece añorarse a sí mismo, o al menos no respeta como es debido su propio perfil institucional y el legado político que reivindicó -sin mucho entusiasmo, como de costumbre- en un exitoso libro. Su sucesor ha conseguido, a base de ineficacia y cinismo, que muchos españoles echen de menos a un presidente tan abúlico, tan agalbanado, tan cansino que ni cuando lo estaban desahuciando en el Congreso -ay, aquella resignada sobremesa con su círculo íntimo- fue capaz de sentirse concernido. Y es precisamente esa sensación de desamparo comparativo la que debería motivarlo a preservar desde
el retiro la memoria de un mandato cuyos abundantes errores palidecen ante el actual cúmulo de engaños y desatinos. Fue elegante en su negativa a inmiscuirse o a influir en el nuevo liderazgo de su partido, pero no es de recibo esa forma suya de desentenderse de todo, de ponerse el mundo por montera y de mostrar incluso alivio por sacudirse la responsabilidad y desembarazarse de sus aborrecidos «líos». Y menos, el desahogo inoportuno y frívolo con que, sin que se le haya oído una palabra sobre la crisis del coronavirus, ha salido a dar carreritas por los alrededores de su domicilio, desdeñando las medidas de excepción que mantienen a todos los compatriotas recluidos. Claro que el azar siempre espera apostado en algún recodo del camino: en el pecado (venial, intrascendente, nimio) lleva la condena de que lo haya pasado a cuchillo la televisión que graciosamente -y saltándose un dictamen de la Comisión de Competencia- regaló a sus enemigos para que pudiesen demoler a gusto su figura, su gestión y su prestigio.
Sí, Pablo Iglesias también se ha saltado la cuarentena, y más veces, y sin pena de telediario. Y además lanzó un alegato republicano, acaso incompatible con la promesa de lealtad al Rey que hizo en la toma de posesión de su cargo, mientras Rajoy sufría el acostumbrado linchamiento con escarnio. Y la pandemia se seguía cobrando la terrible cuota cotidiana de muertos sin que la opinión pública acuse ya el impacto. Pero precisamente por eso, y porque este Gobierno suscita un clamor de incompetencia y de sesgo sectario, se suponía que un ex presidente con fama de sensato está obligado, no ya a ser ejemplar, sino simplemente a evitar convertirse en piedra de escándalo. González ha intentado ayudar, hacerse escuchar aunque no le hagan caso; Rajoy, al que el tiempo aún no ha favorecido con la prescripción de sus fallos, sólo necesitaba quedarse un rato más al margen del espectáculo. Para salir reforzado le bastaba con permanecer como siempre: encerrado, quieto, viéndolas venir desde su cuajo estático. Qué difícil nos pone la voluntad de añorarlo cuando para una vez que se mueve elige el momento equivocado..