IGNACIO CAMACHO, ABC 31/01/13
· Con el dolor no hay borrón y cuenta nueva; la única cuenta posible es la vieja de la justicia. Los muertos no prescriben.
En la larga masacre del terrorismo ha habido tiempo hasta para que prescriban algunos crímenes pero hay algo que no va a caducar y es la memoria de las víctimas. Como han sido tantas, cada comunidad social o familiar recuerda a las que tuvo más cerca, a las que más impronta dejaron en sus sentimientos o a las que más vacío causaron con su pérdida. Lo que no va a suceder es que el tiempo vista de rutina las efemérides de los caídos porque a ese fuego sagrado de la evocación nunca le van a faltar vestales que lo mantengan encendido en el fondo de la conciencia. Porque los muertos no prescriben y porque olvidarlos sería matarlos dos veces.
Ayer hizo quince años del asesinato del matrimonio Jiménez Becerril y ni uno solo de ellos ha dejado Sevilla de dolerse de una amputación que no cicatriza. Hay otras ciudades y otras tierras donde la acumulación del horror dificulta la singularización de los recuerdos, pero la geografía del dolor está dibujada con mapas de emociones y éstas pertenecen al ámbito intransferible del afecto. La tragedia del terrorismo ha dejado un paisaje moral devastado que convierte a la sociedad entera a la vez en víctima y superviviente. Y no habrá falsa paz que consuele del quebranto ni reconciliación posible con quienes se han beneficiado del sufrimiento. El cese del crimen es mejor que su continuidad pero muchos españoles seguimos pensando que la violencia ha terminado (?) más por extinción o por pacto que por derrota. No nos une, como a Borges, el amor sino el espanto; el peso triste de los muertos está mal repartido y unos los siguen llevando a cuestas mientras otros se han encaramado al poder sobre un montón de cadáveres que ni siquiera les causan un leve remordimiento.
La lluvia de aquella noche de enero sigue cayendo sobre el alma de los sevillanos igual que aún fulge sobre todos los españoles el sol implacable de los días de Miguel Ángel Blanco. Esta ciudad era mejor con Alberto y Ascen vivos, como Vitoria lo era con Fernando Buesa, San Sebastián con Gregorio Ordóñez, Andoain con Joseba Pagaza o López de la Calle, Málaga con Martín Carpena, Valencia con Manuel Broseta, Bilbao con Javier de Ybarra o Madrid con Tomás y Valiente. La lista del holocausto etarra ha mutilado a España entera de talento, de cariño, de vigor y de esperanza. Esa cartografía del desconsuelo está pintada con una sangre que no va a decolorar ningún apaño de cinismo pragmático. Con el dolor y con la pena no se puede hacer borrón y cuenta nueva; aquí no hay más cuenta que la vieja de la justicia, y sigue pendiente al menos hasta que se cumpla la última condena. El relato de ese sacrificio colectivo se escribe desde el llanto para que no haya lugar a un mínimo resquicio de desmemoria, como un conjuro contra la humana tentación de olvidar. Y de perdonar, ni hablamos.
IGNACIO CAMACHO, ABC 31/01/13