ANTONIO ELORZA – EL PAIS – 01/04/17
· La Generalitat ejerce un monólogo a través de las movilizaciones y la manipulación.
Hace unos días, el artículo de Puigdemont y Junqueras en este diario puso de nuevo sobre la mesa el tema del diálogo. Poco antes, el presidente saliente del Tribunal Constitucional había invocado el mantra del diálogo para indicar que era la única salida al problema de Cataluña. La impresión era, pues, que el diálogo constituía una exigencia ineludible, reclamada incluso por los independentistas, y que a ella se oponía un único culpable: el Gobierno. Es una historia que ya vivimos con ETA.
“Diálogo” significa intercambio de opiniones entre dos sujetos, si se quiere con el fin de superar una desavenencia. Pero no cabe hablar de diálogo cuando uno de ellos tiene ya adoptada una posición inmutable y la relación con el otro se limita a hacer efectiva su pretensión de imponerla, sin modificación alguna. Tal es el caso del independentismo catalán. Entonces la llamada al diálogo se convierte en una pura y simple operación de propaganda y de inversión de los significados políticos.
Artur Mas disipa toda duda al declarar que Cataluña ya no pertenece políticamente a España, lo cual no es sino la expresión de la estrategia seguida desde que se inició el procès. Partiendo de invocar grandes palabras —“el derecho a decidir”, “el pueblo catalán”, “la democracia”—, al saltarse de entrada las exigencias derivadas de una Constitución democrática, la separación del marco español desde el principio fue la clave de bóveda de su estrategia. Según el método Viver, el proceso constituyente catalán es válido por su propia finalidad, y el derecho se convierte en un instrumento torcido para dar sus sucesivos pasos, de apariencia jurídica, a favor del vacío que crea la premisa de ignorar la Constitución.
Con ello no se abre espacio alguno para el diálogo, y sí para un conflicto irresoluble. En su base, la concepción esencialista de Cataluña como una entidad única y apartada de todo condicionamiento, cuyo significado solo corresponde interpretar a los verdaderos catalanes. “Pueblo catalán” se opone a “sociedad catalana”. Los catalanes autonomistas no cuentan. Por eso es inaceptable que mediante artilugios torticeros se rompa una coexistencia política secular, avalada por una sucesión de resultados electorales en los cuales la sociedad catalana, desde la Constitución de 1978, e incluso por las últimas elecciones al Parlament, con su 48%, nunca ha probado de manera estable que los catalanes sean mayoritariamente independentistas. Que existe un problema a resolver por medios democráticos, y para eso está la reforma constitucional, es otra cosa: nuestra Carta Magna la admite, llegando a regular un eventual ejercicio de la autodeterminación, desde un marco federal.
Desde 2012 la Generalitat nunca ha creado las condiciones para que los catalanes conozcan las ventajas y desventajas de la independencia.
Desde 2012 la Generalitat nunca ha creado las condiciones para que los catalanes conozcan las ventajas y desventajas de una eventual independencia. Ha ejercido un monólogo, sustentado en las movilizaciones y en la manipulación ilimitada de los medios. Un análisis riguroso de esta dimensión de la política del Gobierno catalán hubiese sido la mejor contribución para que tanto la ciudadanía catalana como la española entendiese cuanto ocurre. Ha faltado democracia, y en tales condiciones un referéndum aquí y ahora sería solo el visto bueno dado al monopolio institucional del independentismo. Vida democrática, ¿para qué ? Ello explica la huida hacia adelante que están protagonizando el Gobierno y el Parlamento de Cataluña. Ni obstáculos constitucionales, ni requerimientos derivados de los usos democráticos les impiden avanzar hacia su meta. Los catalanes tienen que ser independientes.
¿Qué hacer entonces? Una vez excluidas las fórmulas de recurso a la fuerza, solo cabe desde el Gobierno el recurso al derecho, y en particular a un Tribunal Constitucional, que no está ahí para ejercer la equidistancia, sino para defender el orden constitucional amenazado. Es lógico que una posición tan incómoda guste poco a los magistrados, pero no debiera llevar a la búsqueda de sentencias escasamente clarificadoras, como las aplicadas a Mas y a sus colaboradores por el 9-N. La desobediencia de Mas al TC no determinó una actitud pasiva, sino la insistencia activa en culminar la organización de la consulta prohibida, celebrada además en público por él mismo, ya que no reconocida por la sentencia. ¿Qué es entonces prevaricación? Así las cosas, de cara a la secuencia por venir de comportamientos similares en esa Cataluña ya “desconexionada” por obra y gracia de una minoría de catalanes, nos espera una creciente confusión. Solo un milagro puede llevar a una verdadera negociación con cada cual en su lugar.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.