Luis Ventoso-ABC

  • Fascinante que los paladines del ‘procés’ todavía den lecciones al resto de los españoles

Acaba de nacer el mayor banco de España, la nueva CaixaBank, fruto de la fusión de lo que fuera La Caixa catalana con la madrileña Bankia. El gigante, con 46.700 empleados, será líder del mercado español en depósitos, créditos, oficinas y activos, amén de mantener una magnífica obra social. La operación supone un gran triunfo del poder financiero catalán. Sin embargo, su sede no social no estará en Cataluña. Continuará en la calle Pintor Sorolla de Valencia, a donde se trasladó CaixaBank en 2017 para no quemarse con las chispas del llamado ‘procés’. La insurrección de 2017 supuso un cubo de agua fría tras años escuchando las pamplinas del cerebro del golpe, Junqueras, que desde el cargo de consejero de Economía mentía a sus paisanos prometiendo una gran bonanza tras la ruptura con España. Bastó con asomar la patita para que se abriese un boquete en el casco de la economía catalana. Tras las milongas separatistas comenzaba un baño exprés de realidad. El 5 de octubre, el Sabadell dejaba Cataluña y trasladaba su sede a Alicante. Al día siguiente, el consejo de CaixaBank hacía lo propio y se iba de Barcelona a Valencia para «salvaguardar la seguridad jurídica y regulatoria». No han vuelto. Como otras 6.000 empresas más. ¿Por qué se fueron los bancos catalanes? Pues porque Cataluña es España, está totalmente imbricada en ella, y el desvarío separatista provocó al instante una fuga masiva de depósitos. Las entidades tuvieron que hacer un gesto de españolidad para taponar la sangría.

Cataluña va en moto hacia abajo desde que Artur Mas lanzó el ‘procés’ en 2012 como una huida ante su incompetencia en la crisis, la quiebra de las arcas catalanas y la corrupción que carcomía a Convergència. Nada ha salido bien desde entonces. Cataluña lleva tres presidentes en cinco años y estuvo tres sin presupuestos. Sus gobiernos, obsesionados con el ‘procés’, desatienden a sus ciudadanos. La deuda catalana está catalogada como ‘bono basura’ tras una gestión manirrota y solo la sostiene en los mercados la muleta del Estado español. El orden público se ha deteriorado, con algaradas recurrentes. La fijación separatista, de rasgos xenófobos, ha vuelto a Cataluña antipática. El talento -los grandes académicos, científicos y ejecutivos- no quiere instalarse allí, porque la murga nacionalista les complica la vida y la educación de sus hijos. La que fuera meca cultural de España se ha paletizado y ya no ilumina con sus ideas y aperturismo (hoy el faro es Madrid). La política resulta un puro delirio: una presidenta del ‘Parlament’ imputada en un caso de corrupción de libro; la CUP, tal vez el partido antisistema más friki de Europa, como socio del futuro Gobierno; unas peleas entre sectas separatistas que recuerdan la comedia ‘La vida de Brian’; un zumbado que quiere gobernar por Zoom desde Waterloo. Parálisis y fracaso.

Se ruega a las figuras del ‘procés’ que desistan en sus grandes lecciones al resto de los españoles, porque la verdad es que son una calamidad (y el peor enemigo de los catalanes).