Cataluña, esa triple frustración

EL MUNDO 10/09/13

Ni independentistas, ni españolistas ni quienes están en medio respiran en un lugar que se ha vuelto incómodo

Cataluña se ha hecho incómoda. Para los de fuera y para los de dentro. Bastantes españoles se han habituado a percibir a los catalanes, en su conjunto, como chantajistas y desleales. En la sociedad catalana conviven la frustración de los independentistas, la frustración de quienes se sienten españoles en territorio hostil y la frustración de un amplio sector, más o menos heterogéneo, que no quiere ni independencia ni centralismo y, refugiado en el silencio y –a veces– el humor, asiste atónito al frenesí de los últimos años.
Las voces de la zona gris, la de quienes ven tan descabellado el proyecto independentista como las denuncias de «genocidio lingüístico» en Cataluña, se escuchan cada vez menos. «La polarización del debate silencia a los moderados y a los que dudan; los matices no interesan», comenta Rocío Martínez-Sampere, diputada socialista.
La voz dominante es la del nacionalismo catalán, que presenta el proceso secesionista como factible, beneficioso e incluso sensato. Quienes son más conscientes de los peligros y del alto componente onírico del proceso, como los empresarios, tienden a callar o a decir mucho menos de lo que piensan. «Opinamos en privado y reaccionamos en privado: a Artur Mas le hemos dicho cosas durísimas», comenta el principal ejecutivo de una de las mayores empresas con sede en Cataluña, para quien la apuesta por la independencia supone «un desastre, una ruina, algo que forzosamente acabará mal».
Ninguno de los empresarios consultados ha querido que se citara su nombre. «Tenemos accionistas, tenemos clientes, tenemos responsabilidades y cualquier declaración, en un sentido u otro, dañaría el negocio», explica uno. «Lo último que necesitamos en plena recesión es involucrar nuestra empresa en un debate básicamente irracional», dice otro. «La élite económica se ha visto desbordada por los movimientos populares. Temo que no entendemos bien lo que está pasando», opina un tercero.
Todos niegan que exista una ley del silencio o que haya miedo a hablar, aunque admiten que la Generalitat, gracias a la televisión y la radio públicas y a las subvenciones y ayudas a la prensa, especialmente al Grupo Godó (La Vanguardia, El Mundo Deportivo y RAC1, emisora de radio líder en audiencia), ejerce una notabilísima influencia sobre los medios de comunicación locales y sobre el debate público. «Nadie quiere enfrentarse al poder, nadie quiere meterse en líos; aunque Mas carezca del nivel necesario, no hay alternativas», confiesa un empresario. «Tampoco puede decirse que sus interlocutores en Madrid muestren la altura necesaria», añade.
En la sociedad catalana ha calado la convicción de que el trato por parte del Estado es injusto, tanto en fiscalidad (entre 2005 y 2010, el déficit entre los impuestos pagados y lo recibido superó los 10.000 millones anuales, aunque las cifras varían según quién y cómo haga el cálculo) como en inversiones públicas. Al margen de quienes claman contra un presunto «expolio» que no existe y denuncian que «España nos roba», en medios empresariales y académicos se acepta la existencia de desequilibrios. Incluso el PP catalán se muestra favorable a la búsqueda de mejores sistemas de financiación.
Se opine lo que se opine, ésa es una cuestión racionalmente discutible. Lo difícil es discutir sobre sentimientos. Y más de la mitad de la sociedad catalana, según los sondeos, «siente» que Cataluña es una nación.
Un aspecto llamativo de esa inflamación emotiva es la reescritura de la Historia, o incluso su invención. Cuando no bastan realidades tangibles, como la existencia de un idioma propio comúnmente utilizado junto al castellano y una serie de tradiciones y solidaridades internas que cumplen los criterios de la llamada nación cultural, se echa mano de un pasado imaginario en el que Cataluña fue independiente y luego sometida por el «imperialismo» español. La caída de Barcelona tras el asedio de las tropas borbónicas, el 11 de septiembre de 1714, punto final de la guerra europea por la sucesión en el trono español, ya no se conmemora sólo como Diada nacional: desde ahora se esgrime la fecha, y la inminencia de su tercer centenario, como acicate para un nuevo enfrentamiento. La invención de la Historia sirve para la invención del presente y del futuro. No importa porque, en último extremo, una nación es simplemente algo en lo que creen los nacionalistas. Otra cosa es la nación-Estado, un artefacto hecho de leyes que existe o no existe.
Cabe sospechar que el auge de esa percepción de Cataluña como nación a la espera de Estado está relacionado con el sistema educativo, cuyo aspecto más conflictivo es el de la «inmersión lingüística». «Me cuesta aceptar que la escuela catalana sea una fábrica de nacionalistas, porque yo pasé por ella y no soy nacionalista; creo que tienen más incidencia los medios de comunicación, la propaganda de sucesivos gobiernos convergentes y ahora, en gran medida, la crisis económica», comenta la diputada Martínez-Sampere.
La angustia de la crisis y la falta de alternativas políticas y económicas han hecho que un sector de la sociedad catalana vea razonable una opción con tantos riesgos (y tan institucionalmente inviable) como la independencia. En un momento en que la política, entendida como elección entre modelos distintos, se ha evaporado y se confunde con la corrupción de los que mandan y el empobrecimiento de los demás, la independencia se convierte en el único proyecto político vigoroso o, al menos, en el más sonoro grito de protesta.
Paradójicamente, quien enarbola la bandera de la secesión es el presidente de la Generalitat, líder de la coalición dominante en Cataluña desde 1980 y cabeza oficial del establishment corrupto.
En Cataluña se ha instalado de forma permanente la «trampa patriótica», un mecanismo generador de estupidez. Un ejemplo no catalán de esa trampa lo ofrece la cobertura mediática de la candidatura olímpica de Madrid 2020. Los medios españoles ofrecieron casi unánimemente una descripción glorificadora del proyecto madrileño y mostraron una rotunda convicción en la victoria, aunque la lógica, la rotación entre continentes privilegiada por el COI, la prensa internacional e incluso las casas de apuestas señalaran lo contrario. ¿Por qué? Porque no sumarse al entusiasmo podía parecer casi una traición a los intereses nacionales y, en cualquier caso, porque no resultaba comercial. Además, los medios habrían obtenido de los Juegos Olímpicos una tajada publicitaria y les interesaba arrimar el hombro. Tras el fracaso, perfectamente explicable, han abundado los gritos mediáticos de «tongo» y las acusaciones de corrupción a un COI del que días antes se decían maravillas. Eso es la «trampa patriótica».
En Cataluña funciona para casi todo. Ellos tienen la culpa cuando las cosas salen mal. Y en Cataluña llevan tiempo saliendo mal. Existe un amplio consenso en torno a la fecha en que las cosas se complicaron definitivamente: el 28 de junio de 2010, día en que el Tribunal Constitucional emitió una sentencia que mutilaba el Estatuto de autonomía de 2006. Los catalanes habían contemplado con cierta distancia la negociación del nuevo Estatuto y la participación en el referéndum sobre el mismo no alcanzó el 50%.
La sentencia negativa causó menos impacto en la sociedad que en la clase política: los dos grandes grupos del Parlament, CiU y PSC, se sintieron desautorizados y traicionados. José Luis Rodríguez Zapatero les había prometido que se aceptaría cualquier decisión de los parlamentarios catalanes, para luego echarse atrás.
Convergència consideró que la vía autonómica, concebida como algo en permanente desarrollo hacia un confederalismo plurinacional, quedaba cerrada. Al año siguiente aprobó en su congreso la reivindicación de «un Estado propio» para Cataluña.
Los socialistas, principales impulsores de la reforma estatutaria, no supieron cómo reaccionar. Y ahí siguen.
Poquísimos ciudadanos recuerdan qué fue lo que se mutiló del Estatuto de 2006. Para los nacionalistas catalanes, lo esencial es que el TC afirmó que en España sólo existe una nación, la española. «Desde la Transición creíamos en el Estado plurinacional, creíamos sinceramente que era posible; cerrada esa opción, no quedaba otra que la ruptura», declara Josep Rull, secretario de Organización de Convergencia Democrática. «Ahora hemos superado el punto de no retorno, no es posible volver atrás. España ha renunciado a ser el Estado de los catalanes».
Ya antes de la sentencia se habían realizado en numerosas localidades referendos informales sobre la independencia, en los que arrasaba el sí porque los partidarios del no se desentendían, y se había ejercido una tremenda presión sobre un Tribunal Constitucional en descomposición.
Un elemento polémico en la campaña catalana para que el Alto Tribunal dejara intacto el Estatuto fue un editorial conjunto de 12 diarios catalanes, publicado el 26 de noviembre de 2009, en el que, bajo el título «La dignidad de Cataluña», se criticaba a los «irreductibles» que «sueñan con cirugías de hierro que cercenen de raíz la complejidad española» y se advertía: «Hay un creciente hartazgo por tener que soportar la mirada airada de quienes siguen percibiendo la identidad catalana como el defecto de fabricación que impide a España alcanzar una soñada e imposible uniformidad». La prensa catalana actuó de forma unánime, como si en Cataluña existiera unanimidad.
Desde entonces se han quemado etapas a una velocidad vertiginosa. El gran acelerador fue la manifestación multitudinaria del 11 de septiembre del pasado año. No importa tanto el número de manifestantes (en torno a medio millón, quizá algo más) como el efecto que tuvo sobre las reivindicaciones nacionalistas. Artur Mas acababa de viajar a Madrid con una propuesta de pacto fiscal a la que Mariano Rajoy, con España en quiebra técnica y al borde de la intervención, respondió negativamente. El 10 de septiembre de 2012, Mas reclamaba una mejor financiación para Cataluña. El 12 de septiembre reclamaba ya la independencia, aunque se cuidara de pronunciar la palabra. Su posterior decisión de convocar unas elecciones oficiosamente plebiscitarias, en las que reclamó una amplia mayoría absoluta para gestionar el proceso secesionista, fue un gigantesco error táctico. Mas perdió diputados. Necesitaba aliados para seguir gobernando.
Entre PSC, PP y Esquerra Republicana, los tres socios potenciales, eligió a los últimos. Esquerra, un partido-franquicia de trayectoria errática pero con pedigrí independentista, es ahora a la vez gobierno y oposición y ejerce un claro dominio sobre el debate político. Eso obliga a Mas a superar al maestro Jordi Pujol en la difícil disciplina del doble lenguaje, con un mensaje para consumo interno y otro para el resto de España.
La cuestión del referéndum sobre la independencia, apoyado por casi dos tercios de la población, ha llegado a un punto incomprensible. Mientras trata de recomponer los puentes con el Gobierno de Madrid mediante reuniones confidenciales en las que se habla de financiación y de cómo celebrar algún tipo de consulta, Mas promete referéndum «sí o sí antes de 2015» cuando habla con Esquerra, pero matiza que sólo lo hará «si existen fórmulas legales» cuando habla a su propio electorado, desgarrado entre independentistas, soberanistas (los que imaginan algo parecido a la independencia pero dentro de España) y autonomistas.
«Cataluña es un país que lleva dos años sin conseguir aprobar unos Presupuestos, con unos problemas financieros colosales y con un Gobierno autonómico cuya intención declarada es la de romper con España, diga lo que diga la Constitución, digan lo que digan los tratados europeos y sean cuales sean las consecuencias. Un panorama estupendo para captar inversiones, ¿no?», ironiza un importante empresario.
Sin embargo, la crisis económica ha impedido por el momento que la crisis secesionista tenga consecuencias palpables: «Como nadie invierte», explica el mismo empresario, «aún no se aprecia si el dinero elige Cataluña o si prefiere irse a otros lugares con menos incertidumbres».
La cadena humana que atravesará mañana Cataluña marcará un nuevo clímax para el independentismo. No se puede exagerar el efecto de estos actos pacíficos y coloridos. Un diputado catalán no nacionalista cuenta que viendo en televisión imágenes de la manifestación del pasado año, su hijo de pocos años le preguntó: «¿Por qué nosotros no queremos independencia? ¿Por qué no vamos con la bandera como los otros?».
Ocurra lo que ocurra, la llamada vía catalana dará un nuevo impulso a los partidarios de la secesión. Mas ha tomado distancias, para no precipitarse en un error como en 2012. Utilizará probablemente la cadena del 11 de septiembre para reclamar nuevas concesiones al Gobierno central.
El fenómeno del independentismo existe, y es ahora demasiado grande como para ignorarlo o tratar de reprimirlo. La frustración general está asegurada por un largo tiempo.