Cataluña, la otra mitad

EL MUNDO – 28/09/15 – ARCADI ESPADA

· La ley electoral impide visualizar la descarnada división de Cataluña en dos mitades. Una de ellas ha dado un mandato parlamentario a una facción que pretende actuar contra la actual legalidad democrática.

La farsa continúa. Y también las mentiras. Poco después de las diez de la noche subió Oriol Junqueras al estrado del Borne para decir que el independentismo había ganado en escaños y en votos. Y lo cierto es que en aquel momento el independentismo perdía, como ha acabado perdiendo, las elecciones catalanas en porcentaje y número de votos. Sólo una ley electoral dislocada permite que esa derrota por la mínima se traduzca, sin embargo, en una cómoda victoria en escaños. Y a través de una injusta distribución parlamentaria impide visualizar la descarnada división de Cataluña en dos mitades, que tiene incluso su correspondencia geográfica entre Barcelona y el resto de provincias catalanas. La división radical es la principal consecuencia de la estrategia del presidente Mas: en una cabeza donde no primaran la ficción y el delirio sería suficiente para descartar un proceso independentista que se dirige contra la mitad de la población.

Sin embargo, esas evidencias objetivas no pueden ocultar que la mitad de los votantes de Cataluña han dado un mandato parlamentario a una facción que pretende actuar contra la legalidad democrática e iniciar el proceso hacia la independencia política de Cataluña. Las características que tenga ese proceso dependerán de las decisiones que tomen el presidente Mas y sus aliados y de la respuesta que encuentre en el gobierno del Estado. Pero lo que cabe retener a día de hoy es que hay un parlamento dispuesto a ejecutar el más grave desafío político que haya encarado la democracia española.

No van a tardar en producirse análisis contemporizadores sobre el sentido de esta apuesta de ruptura con la legalidad de la mitad de los votantes de Cataluña. Se insistirá en la evidencia de que el proceso independentista catalán está en manos de una extraña y deforme coalición que va desde la burguesía catalanista hasta la izquierda antisistema, pasando por los restos de la tradicional versión catalana del comunismo y el asamblearismo populista. Pero esta excentricidad ideológica es para el separatismo la prueba del carácter nacional del proceso: la confrontación sobre los distintos proyectos ideológicos se dará después, una vez alcanzada la independencia. Habrá que ver si la CUP comparte este punto de vista y consiente que Mas sea el próximo presidente de Cataluña. O, por el contrario, habrá que ver si Artur Mas, e incluso Junqueras, son capaces de transigir, en aras del proyecto nacional, con que Raül Romeva sea el presidente y eso facilite el voto de la CUP. Es cierto que pueden aflorar contradicciones insalvables a la hora de decidir quién lidera la insurrección. Pero su posibilidad no puede medirse sin atender al carácter excepcional de la situación política catalana y a la capacidad de presión del asambleísmo populista, que tanta importancia ha tenido en el proceso.

El otro análisis contemporizador vendrá, sin duda, del tercerismo. De hecho ya empezó a manifestarse en la misma campaña electoral, interpretando que los votos que pudiera recoger la coalición ganadora no eran, en realidad, votos por la independencia. Por el contrario, y según este análisis, se trataría de votos que tratarían de colocar al nacionalismo en una posición de fuerza ante la negociación inevitable de una futura reforma del marco legal vigente. Este análisis tiene, sin embargo, algún problema de coherencia. Para empezar el que se deriva de la lectura del capítulo nuclear del programa de la coalición ganadora:

«El proceso hacia la creación de un Estado independiente consta de un proceso constituyente (…) La primera fase comienza después del 27-S con una declaración del inicio del proceso de independencia, con la creación de las estructuras de Estado necesarias desde un gobierno de concentración y el inicio del proceso constituyente de base social y popular. Posteriormente se procederá a la proclamación de la independencia, que supondrá la desconexión respecto del ordenamiento jurídico español vigente, y a la aprobación de la ley de transitoriedad jurídica y de la ley del proceso constituyente».

Pero es que, además, está la incontrovertible evidencia de la pluralidad política, ciertamente insólita, del próximo parlamento de Cataluña. La mitad de los electores catalanes han podido elegir entre una variadísima oferta ideológica, que ha recorrido además todos los matices de la cuestión territorial. Han podido elegir entre el secesionismo de Junts y de la CUP, entre el derecho a decidir de ideologías tan contrapuestas como Unió y Podemos, entre la opción federalista asimétrica e incluso no asimétrica de los socialistas o entre el constitucionalismo con matices diversos de Ciudadanos y el Partido Popular. Por lo tanto, y de haber preferido la vía de la negociación, los electores catalanes tenían donde elegir.

Otra cosa bien distinta es que la mitad de los electores se haya decidido por la ruptura del orden establecido con plena conciencia de lo que eso significa. Es lógico que los partidos separatistas les hayan ahorrado la descripción del turbio ambiente de inestabilidad social e institucional que conllevaría una ruptura. Mucho menos lógico es que no lo hayan hecho los partidos defensores del orden constitucional. Estos partidos han especulado sobre los graves inconvenientes de todo género que provocaría la independencia, aceptando, aun con signo negativo, el frame propuesto por los separatistas y aceptando moverse en el terreno de la política ficción. Y sin embargo no han hecho alusión a un escenario mucho más realista: el de las graves consecuencias institucionales y sociales que tendría el asalto a la legalidad de los partidos secesionistas. Así pues, la mitad de los votantes catalanes han podido dar su apoyo a la independencia como si en Cataluña se estuviese dando una situación a la escocesa y como si los planes independentistas se ajustaran a la legalidad. Pero la situación española es obviamente muy distinta de la británica: el programa de Mas y sus aliados perseguía la legitimación electoral de una apuesta nítida por la insurrección y, por lo tanto, de una destrucción consciente de las reglas del Estado de derecho que rigen en Cataluña y en el resto de España.

La responsabilidad de los políticos, sin embargo, no puede eludir la de los ciudadanos. Sobre estas elecciones se ha volcado un volumen de información que, aun descontando el ruido, es incomparable con el de ninguna otra elección reciente. Los electores, además, no se han abstenido, sino que han ido a votar de una manera que en Cataluña solo tiene el lejano precedente de las elecciones de 1982, el de la gran victoria de Felipe González. Y la elección de la mitad de los ciudadanos es devastadora desde el punto de vista de la democracia. Es un tópico (que parte de una descontextualización de una frase de Rousseau), y mucho más lo es en Cataluña, un lugar propenso a la presunción, aludir a la sabiduría y hasta al refinamiento de las decisiones del pueblo soberano. Pero ahora va a ser difícil que los aduladores de guardia cumplan con su cometido. La decisión de la mitad de los votantes catalanes supone la apertura de una crisis política que va a traer inestabilidad y zozobra a Cataluña y al resto de España.

Si antes del pronunciamiento de la mitad no había ninguna razón ni lógica ni moral para el asalto a la legalidad y para la independencia, la distribución parlamentaria no convierte en lógico lo ilógico ni en moral lo inmoral. La decisión de la mitad ha sido frívola e irrespetuosa con las leyes democráticas. Y lo peor: ni siquiera va a ser inapelable. No solo tendrá enfrente a las leyes sino también a la otra mitad.