JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC
· Estamos en uno de esos momentos claves en la vida de un país, al decidirse su futuro tanto o más que su presente. Pues el «problema catalán» es también el problema español, aunque catalanes y españoles, en nuestra miopía histórica y rabioso individualismo, no nos demos cuenta.
Para resolver el «problema catalán» lo primero es aclarar qué es Cataluña. Todos, catalanes y el resto de los españoles. En otro caso, seguiremos enzarzados en discusiones interminables, agravando la confrontación. Así que al grano, y como quiero evitar cualquier subjetivismo, incluso inconsciente, acudo al juicio de la máxima autoridad en la materia: Jaume Vicens Vives, que revolucionó la Historia de España dándole la importantísima dimensión económica, hasta entonces sacrificada a la épica, fijando de paso la historia de Cataluña, adulterada por la política. En Noticia de Cataluña (1954), sitúa su inicio en «la Marca Hispánica, la parte transpirenaica del reducto europeo carolingio» que la perfilaría para siempre. ¿Y qué es una Marca?, se pregunta.
Pues «un corredor, un lugar de paso entre dos mundos geográficos y culturales diversos. Por Cataluña entraron el arte románico, el feudalismo, la poesía provenzal, el desarrollo urbano, el comercio mediterráneo y el mestizaje. Somos fruto de distintas semillas», escribe. Lo que nos lleva a preguntar ¿no es esa, en dimensión más amplia, la suerte de España, «meeting point», punto de encuentro y confrontación de Europa y África? Claro que España tuvo también la dimensión americana que la universaliza, pero esa es otra historia, siendo la misma, así que sigamos con la «Marca», que explica otro de los rasgos diferenciales catalanes: que nunca llegara a cuajar en reino, quedándose en condados, el de Barcelona a la cabeza, que al encontrar taponada su expansión hacia el sur por otros cristianos que se le adelantaron, la dirigieron hacia la «Cataluña norte», transpirenaica, y al Mediterráneo, pudiendo solo ser reyes consortes de la Corona de Aragón.
A los catalanes no pareció importarles mucho durante la Edad Media e incluso la Moderna, excepto en que quedaran excluidos del comercio con América, en manos de Castilla, hasta que Carlos III se lo autoriza en 1778. Ocurre entonces una de esas paradojas que hizo decir a Hegel que la Historia está regida por un geniecillo irónico. Prefiero decírselo con las palabras de otro solvente historiador catalán, Ferran Soldevila: «Los catalanes fueron los que más y mejor supieron aprovechar esta medida (la apertura del comercio con las Indias a todos los españoles). Baste decir que en 1792, las exportaciones catalanas a América alcanzaban los 200 millones de reales. El resurgimiento económico de Cataluña era un hecho, situándola a la cabeza de la economía española».
Las consecuencias políticas son aún más importantes: surge una burguesía catalana que, como todas ellas, reclama un régimen burgués, con democracia, parlamento, partidos políticos, elecciones y demás. Los catalanes, que hasta entonces apenas habían intervenido en la política española, adoptan un papel relevante, hasta desembocar en La Gloriosa, la Revolución de 1868, madre de la Primera República, dos de cuyos presidentes fueron catalanes. Duró sólo once meses y el desastre no pudo ser mayor: España estalló como una granada, con múltiples cantones que no sólo se proclamaban independientes, sino declaraban la guerra a los vecinos. Hasta que los militares restauraron el orden y la monarquía. Este fracaso dejó honda huella en Cataluña, que siguió su camino por su cuenta, buscando un nuevo encaje en una España que perdía las últimas colonias y se sumergía en un pesimismo nacional y un enfrentamiento social cada vez más acusados.
La «Renaixença», pese a su raíz artístico y cultural, no fue más que la huida catalana del incendio español, que en más de un momento alcanzó el catastrófico nivel de guerra civil (las carlistas, la de 1936), pero manteniendo y ampliando su liderazgo económico y comercial en España, junto al País Vasco, que contaba también con una burguesía y un nacionalismo pujantes. No se libraron, sin embargo, de los «horrores de la guerra», aunque, por otra de esas ironías de la historia, recibieron el mejor trato. Durante el franquismo, no hubo gobierno sin ellos y algunas carteras, Industria, Comercio y Hacienda, parecían pertenecerles. A lo que se añade que Cataluña tuvo la primera gran fábrica de automóviles en España, la primera autopista y otras primicias, como si Franco creyese que a los catalanes se les daba mejor la economía que al resto de los españoles, lo que provocó una oleada inmigratoria hacia Cataluña, haciéndola aún más mestiza y pujante.
Eso sí, la política ni tocarla. Como los demás españoles. La Transición fue agridulce para los catalanes. Recobraron su estatuto de autonomía, incluso ampliado, y sus viejas instituciones. Pero que las demás regiones, llamadas «comunidades autonómicas», también tuvieran acceso a ello, rebajó la euforia. Diría incluso que el «café para todos» no les gustó nada y espoleó sus ansias de distanciamiento, que el poder central, ya por inexperiencia democrática, ya por necesitar su apoyo para gobernar, les concedió. Fue uno de los principales errores de la Transición, si no el mayor: creer que los nacionalistas se contentan con una autonomía, cuando quieren soberanía.
Y cuanto más se les da, más exigen, pues se creen con derecho a ella, al confundir «nación» con Estado. Y con las competencias en educación y orden público transferidas, más otras que se han apropiado a la brava, han ido construyendo el «Estado catalán» ante la inacción y desidia de unos gobiernos españoles que sólo pensaban en las próximas elecciones. Con un gravísimo inconveniente: un Estado-nación, para construirse, necesita un enemigo. Y los nacionalistas catalanes eligieron España, que, según su campaña tan metódica como generalizada, les ha estado robando y oprimiendo durante toda su historia, hasta convertirla en hispanofobia.
Lo que lleva al choque de trenes. Los independentistas lo tienen crudo. El mundo va hacia los grandes bloques, no hacia romper naciones. Pero el Gobierno español tiene una oposición empeñada en derribarle, con un PSOE que propone crear una comisión parlamentaria sobre el modelo territorial, cuando sabemos que tales comisiones no resuelven los problemas, los eternizan, y Ciudadanos, visto que no puede echar a Rajoy con votos, intenta hacerlo limitando los mandatos. Aunque temerosos de aparecer como antipatriotas, ambos se han acercado a Rajoy prometiéndole su apoyo en ese frente. Éste, con su clásica cachaza, les ha dicho «bueno», con la mirada en los secesionistas, dispuestos a incendiar la calle, tras la multitud, si se les impide votar. Desde luego, valientes hay pocos en la escena política española.
¿Quién ganará? Temo que todos pierdan, Cataluña más que nadie, al quedar fuera de España, de Europa y de la legalidad. Sin que valga invocar el derecho a la autodeterminación, al no haber derechos en democracia al margen de la ley. Sólo me resta añadir que estamos en uno de esos momentos claves en la vida de un país, al decidirse su futuro tanto o más que su presente. Pues el «problema catalán» es también el problema español, aunque catalanes y españoles, en nuestra miopía histórica y rabioso individualismo, no nos demos cuenta. La mala suerte ha querido que, para momento tan grave, tengamos la clase política menos capacitada de los últimos tiempos. Hablo en general.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC