Cervantes y Shakespeare

NICOLAS REDONDO TERREROS, EL PAIS 21/02/14

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· Los grandes escritores fortalecieron lenguas y símbolos que dieron sentido a las naciones.

La nación, entendida como concepto político, es el resultado de la evolución de comunidades unidas entre sí por reyes adornados por una legitimidad divina, cuyo centro terrenal se encontraba en Roma, verdadero centro espiritual y político europeo durante más de 500 años. La irrupción posterior de las naciones, con su armazón político-jurídico, no surge automáticamente, de un agujero negro, de la nada. Existieron comunidades, organizaciones sociales con lazos afectivos, económicos, culturales y jurídicos de diversa intensidad, aunque en todas ellas prevaleciera la pertenencia al entorno, a la patria chica, al pueblo o a la ciudad.

La nación fue consecuencia de causas muy diferentes interrelacionadas de forma muy caprichosa en ocasiones. La causa primera tuvo que ver con la sustitución paulatina del latín (extendido por todo el Viejo Continente e idioma oficial de reinos diversos y de la Iglesia católica, fantasmagórica y evanescente representación del Imperio Romano), por las lenguas vernáculas, impulsadas por una burocracia pública y una burguesía emergente. La segunda tuvo que ver con el descubrimiento de la imprenta, no se entendería la nueva realidad político-jurídica sin su aparición y sus efectos avasalladores: la popularización de la lectura provocó la definición de ámbitos lingüísticos suficientemente rentables para la edición de libros, fortaleciendo unas lenguas vernáculas en detrimento de otras, y la fijación de unos cánones lingüísticos (no es más difícil para nosotros entender hoy el Quijote original que para Cervantes leer a Berceo). Y la tercera, consecuencia inevitable, fue que surgió la necesidad de sustituir la legitimación divina del rey, y el artificio jurídico de la nación, hasta aquel momento precariamente dibujado por la comunidad lingüística, apareció con poder ineludible.

Las fuentes terrenales de la nueva legitimación del poder necesitaban fortalecer el prestigio de las nuevas lenguas, una vez generalizado el libro como producto del primer capitalismo moderno, y traían aparejados nuevos símbolos, una fuerte comunidad sentimental y una lectura común del pasado, para fortalecer sus pretensiones unificadoras. Los primeros grandes escritores de las púberes naciones que poco a poco iban apareciendo desempeñaron esa misión. Algunos son hoy conocidos más allá de sus fronteras y dos en concreto han entrado en el Olimpo de los genios, con derecho a compartir gloria con los clásicos: Cervantes y Shakespeare.

Sin el descubrimiento de la imprenta no se entendería la nueva realidad político-jurídica de la nación.

Parece que ambos fallecieron el día de San Jorge del mismo año 1616, pero como los calendarios inglés y español eran diferentes, en realidad murieron con algo más de una semana de diferencia. Dos cimas universales de la literatura, creadores de historias, personajes, vidas y símbolos que atraviesan el tiempo y siguen atrayendo hoy en día a lectores, admiradores entusiastas, que ven cómo los dos genios abarcan espacios inmensos de nuestra realidad 400 años después de muertos.

La vida del inglés es oscura y desconocida, hasta el punto de generar leyendas y cuentos sobre la autoría de sus obras; del español tenemos una información minuciosa y fidedigna, su vida y vicisitudes aventureras dan para las más variadas elucubraciones: participó en la batalla naval de Lepanto y tuvo un papel insignificante, pero problemático, en la intendencia de la Armada Invencible. Fechas ambas determinantes del Imperio y de la historia de España; culminación poderosa de un imperio en el que “nunca se ponía el sol” la primera, anuncio sonoro de la decadencia que se avecinaba la segunda. Periodo crepuscular, pleno de contradicciones y conflictos, de tensiones entre el inmenso poder concentrado en la Monarquía española y la aparición de realidades políticas, económicas, filosóficas y culturales alejadas del atrincheramiento religioso español y que dieron como resultado un largo y profundo estado de melancolía, ¿intuido por el ilustre manco en el Quijote?

Los escoceses eran considerados ajenos, turbulentos y peligrosos en tiempos de Enrique V.

Aunque los dos genios contribuyeron a definir los contornos políticos de sus respectivos países, sin embargo y como muestran sus obras, los dos tuvieron una relación distinta con partes de su país que hoy día gozan de la máxima atención y son motivo de preocupación para sus respectivos Gobiernos: Escocia y Cataluña. El inglés, por ejemplo, en su Enrique V (llevado al cine por Laurence Olivier al finalizar la II Guerra Mundial para fortalecer el patriotismo británico y, posteriormente, por Kenneth Branagh con el fin de criticar las consecuencias de todas las guerras), con la clara intención de fortalecer los símbolos reales dice:

—El Rey: Hay que pensar en la defensa contra los escoceses, que siempre esperan la ocasión para atacarnos.

—Insiste el Rey: No hablo solamente de ladrones; mi temor es que se alcen todos los escoceses, que siempre han sido unos vecinos turbulentos.

—Y el conde de Westmoreland concluye: Sin embargo hay un proverbio muy viejo y muy exacto: “Para ganar a los franceses, empezad por los escoceses”. Cuando el águila inglesa va a cazar, la comadreja escocesa se acerca furtiva a su desprotegido nido y sorbe los huevos reales…

No se entiende el Quijote sin Barcelona y sin La Mancha. Cervantes cose el perfil geográfico, pero también psicológico de España.

Queda claro el discurso del inglés sobre los escoceses —no es innecesario recordar que el Acta de la Unión data de 1707, 90 años después de su muerte—, a los que ya consideraba ajenos, turbulentos y peligrosos para los intereses ingleses en tiempos de Enrique V. Son dos realidades históricas definidas, con sujetos diferentes de y ante la historia, que habían tenido intereses contrapuestos en el pasado, mantenidos en vida del autor.

Sin embargo, en la segunda parte de Don Quijote, las andanzas catalanas ocupan un papel principal y no muestra Don Quijote la extrañeza que provocaría la visita a un país extraño, más si es considerado enemigo. Nuestro caballero se desenvuelve con Sancho a sus anchas en las tierras bañadas por el mar Mediterráneo y muestra su admiración por Roque Ginart, bandolero catalán y adornado por el autor manchego de virtudes caballerescas; el Hidalgo Manchego es además acogido como uno más e igual por el pudiente barcelonés Don Antonio Moreno.

Si tuviera un país el hidalgo y su reino fuera de este mundo, este se extendería por todos los escenarios ibéricos, testigos mudos de sus hazañas y aun de sus personajes, que ya muestran por entonces unas características comunes (no está de más recordar en este testimonio sobre los perfiles geográficos de Don Quijote, el encontronazo con el bizarro y mal hablado vizcaíno). En su viaje al Mediterráneo, no hay nada artificial, nada que le perturbe, nada que le haga sentirse en otra comunidad, en otra nación, entendida como se entendía en aquellos tiempos del Señor.

El nacionalismo, en su frenesí simplificador característico, sin escrúpulos ni inteligencia, ha querido convertir el Quijote en una expresión del catalanismo. No queriendo ni pudiendo renunciar a una de las obras literarias más influyentes de todos los tiempos, han optado por la imposible misión de encerrarla en una cárcel terrenal, limitada, de campanario, que por avergonzarnos a la mayoría, no provoca hilaridad.

No se entiende el Quijote sin Barcelona y sin La Mancha. Cervantes cose el perfil geográfico, pero también psicológico de España, que no se entiende sin Cataluña y Castilla, o sin el vizcaíno malhablado. Los nacionalistas catalanes se confunden al considerar que Castilla es España entera, y esta solo es Castilla.

El destino, la relación intensa y fecunda, los avatares de Don Quijote y Sancho, son el producto de la voluntad de su autor, Cervantes; pero como sucede con las obras clásicas, es obra de sus lectores, de los de ayer, hoy y mañana, que verán en el hidalgo caballero y en su escudero una interpretación profunda de la vida, más allá de la satisfacción que provoque su lectura. De la misma forma puede que los caminos de Cataluña y el resto de España sean diferentes y divergentes en el futuro, pero esa trascendental decisión no corresponde ni a unos ni a otros, sino al autor secular de la realidad actual, que no es otro que la ciudadanía española, es decir: Todos.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.