Editorial-El Correo
- Ya que siguen sin condenar el terror, los miembros de la banda y sus herederos al menos deben dejar de reivindicarlo como inevitable
El 3 de mayo de 2018 ETA emitió su comunicado de disolución en el que anunciaba que había «desmantelado totalmente el conjunto de sus estructuras», daba «por concluida toda su actividad» y aseguraba que no sería más «un agente» que manifestase «posiciones políticas», promoviese «iniciativas» e interpelase «a otros actores». El 5 de septiembre de 2010 la organización terrorista había comunicado su renuncia a «llevar a cabo acciones armadas ofensivas» y se mostraba dispuesta a acordar los mínimos necesarios para emprender lo que denominaba «el proceso democrático». A partir de entonces tardaría casi ocho años en desaparecer, escenificando hitos para consumo interno, incluida la simulación de un desarme. El objetivo de aquella liturgia no era otro que dar la apariencia de un proceso de decisión deliberado que evitase a toda costa la sensación de una derrota sin paliativos frente al Estado de Derecho y a la sociedad. Para ello, ni el grupúsculo de activistas que permanecían en libertad ni la izquierda abertzale tuvieron empacho en presentar el irremisible declive de la banda como consecuencia de un cambio de ciclo histórico en Euskal Herria que, cuarenta años y ochocientos asesinatos después de las primeras elecciones libres, ya reconocían como democrático.
La desaparición de una ETA que la ciudadanía daba por amortizada desde hacía tiempo acabó definitivamente con un pasado de persecución ideológica y de miedo. El alivio que supuso la noticia largamente esperada trajo consigo una pronta renuencia social a recordar los años de terror y a instaurar una memoria compartida que permitiera transmitir a los más jóvenes la existencia todavía de un Mal a depurar judicial y moralmente. Paradójicamente, el triunfo de la democracia que representó el final de ETA contribuía a que nadie se hiciese cargo de lo ocurrido. La negativa etarra a formular la más mínima autocrítica y a asumir el daño injusto causado por personas con nombre y apellidos -más allá de menciones retóricas a un sufrimiento que los activistas insisten en haber padecido también- ensombrece la memoria.
Cinco años después de que la banda dejara de existir, solo cabe esperar que, dado que sus integrantes de entonces y sus herederos de ahora se resisten a condenar retrospectivamente el terror con el que intentaron imponerse por la fuerza al conjunto de la sociedad, dejen cuando menos de reivindicarlo como una conducta históricamente inevitable.