Cine, ideología

ABC 11/02/14
JUAN CARLOS GIRAUTA

· El problema está en mezclar las reivindicaciones laborales de los interesados con esa ridícula pretensión de superioridad moral de quienes capitanean el gremio

Porque  es la factoría de los sueños, el cine juega un papel capital en la creación de sentido personal y social. ¿Qué sería de mí sin «El espíritu de la colmena»? Nótese que, al evocar la película que más me haya iluminado y conmovido, asoma una cinta que trata en el fondo de la propia creación de sentido ¡a través del cine! Una cinta española. Ha llovido desde aquellos principios de los años setenta. Muchos de los títulos que entonces impactaron al público más culto o avanzado no resistirían hoy la revisión. No es el caso de la citada joya de Víctor Erice, que sigue emitiendo la misma luz imposible. Subsiste la paradoja de un cine español a menudo brillante en el tardofranquismo, con las dificultades imaginables, y un cine por lo común vacuo, ramplón e inverosímil después, en régimen de subvención y con decidido empeño de endiosamiento de sus profesionales.

Me consta que entre eso que llaman «la gente del cine» ha habido no pocos descontentos con la conversión de un sector industrial en una secta política. Comprensiblemente, los críticos han alzado poco la voz desde la gala, a cara de perro, del «No a la guerra». El cine español debería dejar de sectarizarse y empezar a sectorializarse. Es lógico que cualquier industria vele por un trato favorable –siempre más favorable– del Estado. El problema (y me refiero a un problema para ellos, no para los espectadores) está en mezclar las reivindicaciones profesionales y laborales de los interesados con esa ya insufrible, estomagante y ridícula pretensión de superioridad moral del puñado de actores o directores que capitanea el gremio.

Por resumir: cuélennos la ideología en una buena película, que pagaremos gustosos y acaso nos convenzan de algo; pero ni se les ocurra tratar de obligarnos a que nos la traguemos a la fuerza, alegando que ustedes, buenos o malos actores y directores, representan «la cultura» y que, por tanto, poseen el privilegio de quedarse con una parte de nuestros impuestos mientras nos aleccionan, o nos insultan si no tragamos. En caso contrario, podríamos dar a todos los sectores económicos la oportunidad de abuchear a su ministro una vez al año, con las cámaras de la televisión pública delante. Una gala de taxistas, por ejemplo, gremio conocido, como el del cine, por su afición a opinar sobre la cosa pública.

Es indiscutible que los Estado Unidos han implantado su visión del mundo gracias a sus películas; que sus creaciones están y estarán enlazadas de forma inextricable con la historia, no es posible pensar en la Segunda Guerra Mundial o en la del Vietnam aislando tanto cine alusivo como hemos visto; que se confunden en nuestra memoria con experiencias genuinas: las bandas sonoras hablan de mí. Y de usted. Hollywood promueve valores, lanza modas, fomenta hábitos o, según el caso, contribuye a erradicarlos. Entonces, ¿no es connatural a la actividad cultural el comprometerse con causas y, por tanto, abominar de las causas contrarias? Bueno, un hombre con la ideología de Clint Eastwood, quizá el mejor de los mejores, lo habría pasado muy mal en España. Quiero decir que en aquel cine se defienden todas las causas y que, por ende, se abomina de todas ellas. Y que ante todo está la excelencia. La industria logra crear sentido, como hizo aquí Erice hace más de cuarenta años, porque se vale de impecables vehículos de transmisión ideológica: aquellos donde la ideología no es lo decisivo. Hay un cine posible donde la ideología no se ve a la legua, no te agrede, no apesta desde el título, el afiche y el trailer.