LIBERTAD DIGITAL – 08/10/15 – IÑAKI ARTETA
· Haber vivido inmersos en una sociedad castigada por el terrorismo ha sido una cuestión inquietante para varias generaciones de españoles que, durante cincuenta años, aunque no fueron mayoritariamente favorables a su uso, hicieron bien poco para combatirlo desde el territorio de las ideas. Las pruebas de lo que no se hizo o no se hizo bien han quedado para análisis de historiadores y sociólogos. Sus consecuencias en la cultura social y política de los españoles se hacen notar en el presente en la sospechosa rapidez con que el sufrimiento extremo padecido por amplias capas de la sociedad tiende a enterrarse.
La educación y las televisiones públicas de las autonomías controladas por nacionalistas (más gravemente en el País Vasco) han contribuido con éxito a difuminar la presencia del terrorismo, a presentarlo como inevitable, cuando no a difundir una suerte de relativismo respecto al asesinato (sólo si es de índole político-nacionalista).
En este período tan largo y confuso, una gran cantidad de preguntas han quedado sin contestar. Cuestiones que suelen ser el terreno favorito de los creadores, tradicionalmente preocupados por la realidad de su tiempo.
La huída en desbandada de los intelectuales hacia terrenos menos minados creó una ficción asumida por la sociedad: la de que aquello ocurría siempre a otros y que no era tan grave.
La larga y traumática existencia del terrorismo en nuestro país y su compleja trama de comprensión ideológica ha dejado escasas referencias en el arte en general y en el cine en particular. El cine ha sido, en nuestra cultura moderna, el ámbito elegido por el público para saber más: más sobre el pasado, sobre otros lugares, sobre lo más conflictivo, sobre las preocupaciones del presente… la realidad o la ficción como escaparate de lujo para ir entendiendo el mundo y a nosotros mismos.
La sensibilidad de los cineastas españoles hacia las historias de la guerra civil, sus perdedores, el paro, en su momento, el impacto de la droga o el sida entre los jóvenes, los abusos policiales, la corrupción política, las vulneraciones de derechos humanos en otros países, sí que ha quedado suficientemente reflejada.
Ya lo dijo Fernando Savater, nadie ha tenido por qué temer un misil de Bush para manifestarse contra la guerra de Irak, pero posicionarse públicamente contra ETA… era otra cosa.
Entonces ¿cómo se ha situado el cine español frente al fenómeno terrorista de su país y su trágica red de consecuencias?
Si dijéramos que ha denunciado en sus films los crímenes, que ha investigado las conexiones sociales y políticas que lo han mantenido, que le ha interesado las consecuencias sociales y políticas que en la pequeña sociedad vasca todo esto ha causado, que ha sido implacable con la ideología totalitaria que lo empujaba, que se ha preocupado por las historias de los inocentes asesinados, que contó lo que estaba pasando… no estaríamos escribiendo esto.
No es eso lo que ha sucedido
Los cineastas, en su conjunto, no han sido, ni de lejos, vanguardia en este asunto, no firmaron manifiestos conjuntos, no les pareció totalitaria la coartada de los terroristas, ni se acercaron al lugar de los hechos a denunciar la perseverancia de los asesinos ni la falta de libertad de conciudadanos suyos.
Un vistazo a las películas que se estrenaron en los años 79, 80, 81 (más de trescientas) da la medida de lo que NO tenían en la cabeza los cineastas: entre algunas películas notables (Gary Cooper que estás en los cielos, La muchacha de las bragas de oro… ) se estrenaron: Sinfonía erótica, La quinta del porro, Pasión prohibida, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, Objetivo sexo, Apocalipsis caníbal, El liguero enmascarado, etc.
Sólo Operación Ogro (asesinato de Carrero Blanco) y Siete días de enero (pistoleros de extrema derecha contra los abogados laboralistas) se acercan a la actividad terrorista.Para entonces ETA ya había asesinado a 321 personas y sólo entre 1979 y 1981 asesinó a 210 personas.
De las 4.000 películas (entre documental y ficción) estrenadas en España desde 1978, unas 60 de ellas (tantas como las referidas a la guerra civil) han tenido en su trama de una manera o de otra la actividad terrorista de ETA. Tan solo unas 12 de ellas han estado interesadas en las vivencias de las víctimas que el terrorismo ha generado en nuestro país.
No todo tiene que ser político ni grandilocuente y en la incuestionable libertad del autor está el elegir de qué habla o no en su obra, pero ¿en qué ha estado la gran mayoría de los cineastas de nuestro país en todos estos años? Mi respuesta es que han estado haciendo tiempo. Esperando a ver qué iba pasando, encuadrados en las corrientes más relativistas y socialmente mejor acogidas y reservándose el marchamo de «cine comprometido», «cine social», «cine arriesgado» para obras que discutiblemente lo eran.
Han ocurrido a nuestro alrededor demasiadas cosas graves como para no contarlas, pero ha vencido la pusilanimidad, la cobardía ante los asuntos complicados de la vida, la indiferencia, el conformismo, la inercia vital, el pensamiento blando. En palabras de Gabriel Celaya: ha sobrado arte hecho por «los neutrales».
Los cineastas, como testigos de su tiempo, tienen pendiente el acercamiento noble y contundente a la verdad de los hechos, al núcleo del sufrimiento, al epicentro de un situación extrema que ha generado no sólo un inmenso dolor sino una incomprensión en la ciudadanía que debe corregirse con documentos e historias rigurosas y valientes.
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