FÉLIX MONTERO-EL CORREO

  • Su misión histórica era ejercer de bisagra entre PP y PSOE. Así lo entendió Rivera hasta verse superado por la codicia demoscópica

Albert Rivera podría ser hoy vicepresidente del Gobierno, su partido sería la tercera fuerza en el Congreso e Inés Arrimadas ocuparía algún cargo importante en el Ejecutivo. Tal vez entonces Luis Garicano dirigiría la economía del país dejando arrinconadas las recetas de Podemos. No es difícil imaginar que si la táctica política -y no la testosterona y las ansias de poder- hubiera guiado las últimas decisiones de Ciudadanos, se habría consolidado como la fuerza central del tablero político español. Incluso podría haber conseguido la Alcaldía de Madrid. Estaba en sus manos obtener cargos importantes en Aragón, Asturias o La Rioja y ganar fuerza negociadora en Castilla y León, Andalucía o Murcia. Tampoco era una estrategia difícil de explicar, bastaba con tirar de los clichés habituales: podemos pactar a izquierda y derecha, no queremos que gobiernen los populismos de un lado ni los del otro y venimos a regenerar la política española. Rivera tenía la llave del país en su mano, pero decidió atrincherarse en la Plaza de Colón con la extrema derecha.

El encuentro de Ciudadanos con PP y Vox para exigir el fin de la negociación del Gobierno con los independentistas regaló el relato a Pedro Sánchez, que paseó la foto de Santiago Abascal con populares y naranjas durante toda la campaña. Pero no nos engañemos, Rivera también obtuvo beneficios a corto plazo: abandonó el carril central para abanderar el ‘antisanchismo’ desde la derecha nacionalista española más visceral. Con un Pablo Casado primerizo y una extrema derecha todavía sin despegar, Ciudadanos quedó a 200.000 votos de superar al PP. Sin embargo, fue esa política visceral y testosterónica, unida a la tormenta política que desató la sentencia del ‘procés’, la que supuso el ascenso de Vox y el consiguiente hundimiento naranja.

El nuevo ciclo político que se abre con las elecciones del 13 de febrero en Castilla y León tendrá el hundimiento de Ciudadanos como una de sus principales características. Por mucho que Arrimadas intente rectificar en cada aparición pública, ya es tarde: han quedado sin credibilidad, espacio político ni capacidad para rearmarse. La decisión de llevar las negociaciones autonómicas y municipales desde Madrid fue un error estratégico que anuló cualquier capacidad futura para que los naranjas se reorganizaran.

Ante las convocatorias anticipadas de Isabel Díaz Ayuso o Alfonso Fernández Mañueco, en Ciudadanos solo pueden asentir. No solo cometieron el error de fiar todo a pactar con el PP, tampoco fueron capaces de negociar con estos ningún cargo que equilibrara el reparto de poder y pudiera suponer una garantía de estabilidad.

Ciudadanos olvidó lo que era, no entendió los motivos de su auge. El partido lanzado en Cataluña para atacar la inmersión lingüística, y que después se presentó con la extrema derecha a unas elecciones europeas, quedó reseteado a partir del clima político surgido del 15-M. Sin que ninguno de sus líderes acudiera a las plazas indignadas, sí recogió parte del anhelo de cambio político de aquel momento. Ayudado por un Podemos que con su apuesta por la transversalidad fomentó espacios desideologizados a los que cualquiera podía sumarse, Ciudadanos fue tremendamente hábil al abanderar un espíritu regenerador sin coleta.

Es entonces cuando jóvenes de clase media residentes en las grandes ciudades y dedicados al tercer sector se sumaron al proyecto naranja y acabaron con el bipartidismo. Sin embargo, la misión histórica de Ciudadanos consistía en ejercer de bisagra entre PP y PSOE, y así lo entendió Rivera hasta quedar superado por la codicia demoscópica.

Inés Arrimadas es igual de culpable que su predecesor de la desaparición a la que se dirige su partido. El discurso incendiario que abanderó en Cataluña solo ha servido para reavivar ecos del pasado de la derecha española más arcaica y dar oxígeno al independentismo más hiperventilado. Por mucho que con su actuación en el Congreso haya intentado enmendar su pasado, Ciudadanos solo tiene diez escaños y Pablo Iglesias maniobró hábilmente para sacarlo de la ecuación. Habrá que observar si con la aprobación de la reforma laboral se rompe esta lógica.

Si Ayuso convocó las elecciones para devorar a Ciudadanos, la motivación de Mañueco es dar aire a Casado y dejar sin margen de maniobra a las plataformas de la España vaciada. Queda por ver si Francisco Igea, infinitamente mejor candidato que Edmundo Bal y persona clave en la gestión de la pandemia, consigue frenar la desaparición y obtiene un escaño por Valladolid.

Pase lo que pase, será la primera página de un epílogo que ya predijo Manuel Valls al no subir al atril de Colón. Siempre nos quedará la duda de qué habría ocurrido si Rivera hubiera mirado antes a París que a Covadonga. Aunque para eso hay que parecerse más a De Gaulle que a Don Pelayo. Y no es el caso.