Conflicto, paz y convivencia

EL CORREO 16/07/13
LUIS HARANBURU ALTUNA

El problema del deterioro de nuestras democracias actuales tiene mucho que ver con el hecho de que los conflictos se soslayen y camuflen

El hombre, dislocado entre lo que es y lo que aspira a ser, es un ser constitutivamente conflictivo y la convivencia entre humanos es siempre azarosa. El conflicto es la médula de la política y el sistema democrático de gobierno es la manera de hacer soportable la convivencia humana. La sociedad perfecta donde el conflicto no existe es la utopía totalitaria donde las personas carecen de iniciativa y no pueden aspirar a crecer como individuos.
La contingencia humana es la razón última que justifica el deseo de progresar. El inconformismo humano es la condición que posibilita nuestra ansia de mejora y ello acontece no sin riesgo ni contraste. Los humanos somos bipolares en nuestra relación social y solemos funcionar mediante la clasificación de las personas en amigos y enemigos. Amigos son los nuestros, los que apoyan nuestra manera de ser y nos proporcionan cobijo y son enemigos los otros, quienes obstaculizan nuestro bienestar y nuestra razón de ser.
La religión o la ética civil proporcionan los criterios morales para soportar el conflicto y la política es el juego que nos permite funcionar como si el conflicto estuviera regulado, pero como ya estableció Carl Schmitt, el antagonismo entre amigo/enemigo sigue siendo la esencia de lo político. No es necesario el que el enemigo político sea moralmente malo o estéticamente feo, «el enemigo es simplemente el otro que está en contra de mi posición». Lo que es una constatación evidente en el ámbito político tiene continuidad en otras esferas de la actividad humana y, tanto en la actividad económica, como en la afectiva o en la deportiva, el conflicto continúa siendo el acicate de nuestras conquistas. La competitividad en la economía es la otra manera de nombrar el conflicto. La deportividad es el modo educado de dar curso a la disputa deportiva. El cortejo afectivo es la sublimación del instinto de conquista.
Las sociedades democráticas, siempre imperfectas, constituyen el mejor logro para sortear los conflictos y hacerlos humanamente soportables. De hecho, el problema del deterioro y la depreciación de nuestras democracias actuales tiene mucho que ver con el hecho de que los conflictos se soslayen y camuflen. Los políticos tienden a comportarse como tenderos que hacen marketing, sin atreverse a encarar los conflictos inherentes a los nuevos fenómenos derivados de la globalización económica y de la supeditación de lo político a lo económico. En el caso vasco el conflicto tiene además otras peculiaridades y otras vertientes. Faltaría, más. También en esto somos los vascos distintos y especiales y aportamos la diferencia étnica al universal conflicto que anida en todas las sociedades.
Como no podría ser de otra forma, también la vasca es una sociedad asentada en el conflicto. Pero en nuestro caso el conflicto pretende instalarse con carácter ontológico e irredento. Se trata de un conflicto en clave ideológica que incumbe a quienes ven en la nación vasca la idea fundamental que conforma lo político. La nación es para el nacionalismo la idea primordial y aglutinante de la realidad política. Este conflicto de carácter ideológico sería previo al conflicto general que es común a todas las formaciones sociales. Haciendo abstracción de la conflictividad habitual inherente a toda sociedad democrática, el nacionalismo radical pretende explicitar una conflictividad de índole nacional que sería el autentico demiurgo de la historia de los vascos. La izquierda abertzale necesita del conflicto étnico-ideológico para justificar la violencia de ETA y es por ello que antepone la resolución de dicho conflicto a la definitiva paz y convivencia.
Como toda sociedad que se precie también la vasca es una sociedad conflictiva, pero en nuestro caso algunos pretenden que existe un conflicto de una índole peculiar y previa que al modo de una mancha o estigma original nos caracteriza. Este conflicto no es otro que el de la ‘secular’ confrontación entre España y los vascos. Es este un conflicto que el nacionalismo alienta y que ETA llevó a su paroxismo violento. Este conflicto de índole nacional, tiene además la virtud de solapar y poner sordina al conflicto primordial que nos asemeja a las demás sociedades. Los habituales conflictos que se dan en otras sociedades revisten en la nuestra especial significado, una vez focalizados desde el canon nacionalista.
Caro Baroja hablaba de la identidad en la derrota para referirse al nacionalismo vasco en su conjunto, pero sería, tal vez, más riguroso hablar de la identidad en el conflicto. El conflicto es necesario para hacer buena su percepción de la realidad política y es asimismo fundamental para reivindicar una paz ‘justa’. Es aquí donde reside la especificidad del etnopacifismo que últimamente hemos visto escenificar en Aiete con Lokarri, en el Gobierno vasco de la mano de Jonan Fernández o en la Diputación de Gipuzkoa por boca de su diputado general. La paz y la convivencia la entienden desde el prejuicio de su etnicidad. Una etnicidad entendida en clave ideológica. Supeditan la paz y la convivencia al logro de su objetivo político.
Una vez acabada la violencia de ETA, la sociedad vasca disfruta de una paz real y de una convivencia siempre azarosa y frágil, como es lo habitual en todas las sociedades democráticas, que mantienen latente el conflicto político que las constituye. La pretensión de ulteriores cotas de paz y convivencia alude a la resolución de otro conflicto de carácter ideológico que no puede ni debe ser obstáculo para el disfrute de la paz que ya tenemos. Esto era la paz y la convivencia vendrá por añadidura. La existencia de la opción independentista es una más entre las particulares apetencias ideológicas de los vascos, en ningún caso puede determinar nuestra coexistencia.