JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • La polarización y la inquina han llegado a tal grado que los siempre débiles consensos construidos se han troceado hasta hacer imposible una idea común de país

El fracaso del golpe de Estado cuyo cuadragésimo aniversario se conmemoró el martes pasado en el Congreso de los Diputados estaba llamado a ser un hito -a la vez que mito y rito- de los que crean comunidad y refuerzan el sentimiento de pertenencia común en la ciudadanía de un país. El hecho había causado en su día la suficiente conmoción como para inculcar en la población la trascendencia del paso irreversible que supuso, en la política y la sociedad, la Transición y la Constitución. Su conmemoración, que, como en ocasiones anteriores, contó con la presencia de las más altas autoridades del Estado, tenía precisamente por objeto acentuar ese carácter de rito de paso -de la dictadura a la democracia- que adquirió el evento y que lo hizo merecedor de quedar grabado, como mito casi fundacional, en la memoria de los ciudadanos. A ello se propusieron contribuir los discursos del Rey y de la presidenta del Congreso, así como la solemne, aunque austera, ceremonia que la excepcional circunstancia de la pandemia aconsejaba. Así había ocurrido en el pasado. Pero hubo este año algo que amenazó con reducir el hito, el mito y el rito a un acto fallido y auguró su probable abolición en el futuro.

En vez de ser el clavo que remachara la memoria compartida, la celebración de este año estuvo caracterizada por la polarización general que reina en la política del país y socava la adhesión a los símbolos comunes de identidad ciudadana. Un nutrido grupo de representantes populares, de amplio espectro político, hizo ostentación de su inasistencia y leyó un manifiesto que reinterpretaba de tal manera el evento, que nada de lo que se dijo en el acto resulta incontestable. Por el contrario, confirmando la reciente tendencia a sustituir la sólida constatación de la historia por la líquida construcción del relato, el hito original se convertía en farsa de sí mismo y asumía una interpretación que lo desnaturalizaba y desmitificaba. Nada de rito de paso entre dictadura y democracia y todo de montaje que pretendía revestir lo viejo con nuevos ropajes que disimularan su auténtica naturaleza. No hubo tránsito de un estado a otro. El golpe fue tan solo un trampantojo que el ‘establishment’ montó para disfrazar de ruptura lo que no era sino continuidad -el régimen del 78- y ensalzar la figura de quien quizá había sido su principal instigador. Y, como ocurre con todo relato, también este, una vez construido, se convierte en objeto de creencia, impermeable, por tanto, a toda refutación.

Puestos a analizar motivos, la relectura no nace de la nada, sino que ha sido propiciada por una variedad de factores. Quizá sea el más notorio la última peripecia de quien fuera el gran protagonista tanto del evento como, aunque ausente, también de su conmemoración, y cuya conducta posterior ha otorgado verosimilitud retroactiva al relato alternativo. Otro habría que buscarlo en la desidia de quienes han gestionado el nuevo tiempo y propiciado, con su inoperancia y mal hacer, la irrupción de fuerzas que se pretenden seductoramente catárticas y radicalmente transformadoras. Tampoco cabe olvidar la erosión paulatina que han venido sufriendo en este país unos siempre débiles sentimientos de común pertenencia nacional -el propio adjetivo suena hoy reaccionario e incómodo de utilizar- y que ha troceado la identidad compartida, si alguna vez se dio, en otras particulares, tan reivindicativas de lo propio como desentendidas de lo común. Y no puede, por fin, pasarse por alto la clasificación que el Estado hace de sus ‘secretos’ para ocultar supuestas o reales vergüenzas, pero que, por su prolongado oscurantismo, da pie a las más variadas y, a veces, verosímiles suspicacias conspirativas. El caso es que, por uno u otro motivo, los viejos consensos -Transición, Constitución o triunfo de la democracia sobre el golpismo, en este caso- menguan y se fragmentan, formando un mosaico cuyas teselas no logran representar una imagen reconocible de país.

El país recorre así hacia atrás el camino de la historia y, en vez de reforzar su integración, se trocea en pedazos, mientras los consensos básicos que habrían de cohesionar a la ciudadanía, dándole un sentido de común pertenencia, se sustituyen por radicales disensos que, más que pluralidad y riqueza, reflejan incompatibilidad y exclusión. Vuelve así lo que llaman patria común a ser ese «trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín».