IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

Tras varios años ya en los que la inflación había desaparecido de la lista de nuestras principales preocupaciones económicas, ha vuelto a ponerse actualidad. Los datos registrados en el mes de enero no justifican su entrada en el almacén de los problemas reales de la actualidad, pero sí han empezado a afectar a las expectativas y eso no es bueno.

Llevábamos años de estabilidad gracias a la acumulación de varias circunstancias. La primera, sin duda alguna, la tan denostada (por algunos) globalización. Hoy en día todo el mundo compite contra todo el mundo, lo que presiona a los precios e impide su alza. Siempre hay alguien en algún lugar que ofrece lo mismo, un poco más barato. Luego está la deflación provocada por los avances tecnológicos e Internet al laminar los márgenes de la actividad de muchos fabricantes y, sobre todo, de distribuidores de mercancías y de proveedores de servicios. Piense en los Amazon, los AliExpress, en las agencias de viaje o en las inmobiliarias.

La situación era tan desconocida que nos preocupaba más la ausencia de inflación que su eventual crecimiento. Ni los bancos centrales conseguían reanimarla y cumplir sus modestos objetivos de precios con inyecciones oceánicas de dinero. Pero ahora han sonado las alarmas. Las subidas de algunas materias primas, (y entre ellas el petróleo), las ventas de deuda en EE UU, con ligeros descensos de los precios de los bonos y subidas de los tipos de interés, y la recuperación de los precios industriales en varios países (en España, por ejemplo, un 3,4% en enero) han devuelto a la inflación a las primeras páginas de la actualidad.

De momento es más una cuestión de expectativas que la constatación de un problema real -los precios en la UE y en EE UU suben, pero continúan más cerca del 1% que del deseado 2% en todos los países-, pero ahí tenemos, en cualquier caso, un nuevo tema de debate.

Más que el hoy, preocupa el mañana. La esperada recuperación de la demanda que se producirá, sí o sí, en cuanto la generalización de las vacunas termine con las limitaciones a la movilidad y las ingentes cantidades de dinero inyectadas al sistema por los bancos centrales europeos y la Reserva Federal norteamericana para luchar contra los efectos de la pandemia, tienen suficiente potencial para provocar un aumento sustancial de los precios, lo que presionaría con fuerza sobre los tipos de interés.

¿Nos conviene que suba la inflación o es mejor que permanezca congelada? Para responder a esta pregunta no hay más remedio que utilizar el comodín del gallego y contestar «depende». Porque depende de varios factores. No es lo mismo una inflación que tenga su origen en el alza de materias primas -eso a nosotros no nos conviene nada por carecer de ellas-, que una provocada por una reanimación de la demanda, que tal y como están las cosas de paradas sería poco menos que milagrosa, máxime si recordamos el enorme tamaño de la capacidad productiva infrautilizada.

Y como en economía no hay nada inocuo, depende también del punto de vista del observador. Si es usted un ahorrador tradicional de renta fija, un aumento de la inflación le erosionaría su patrimonio, pero abriría la posibilidad de obtener mejores rentabilidades al subir los tipos de interés. Si por el contrario es un empresario endeudado, debería temer un encarecimiento de sus inversiones. Y no digamos nada si es usted responsable de una administración pública.

¿Se imagina lo que sucedería si tuviésemos que pagar el servicio de nuestros 1,3 billones de deuda a precios superiores? Imagine por un momento que Europa nos impone una senda de consolidación fiscal y que, encima, nos salga más cara. ¿De dónde sacaríamos los recursos, qué gastos recortaríamos y qué ajustes realizaríamos?

Como ve, un lío. Así que le aconsejo que no se presente a las elecciones que elijan al gobierno que se enfrente a la tarea.