Jon Juaristi-ABC

  • Vivimos bajo una forma posmoderna de terror revolucionario que produce e induce una forma posmoderna de cansancio

Los que todavía hicimos la mili, aquella cosa tan extraña, recordaremos que por fatigas, así en plural, se entendía aquellas aburridísimas jornadas que consistían en hacer de todo o de nada, desmontar las garitas para volverlas a montar, por ejemplo, o dar cera y sacar brillo al patio. Las fatigas producían un tipo de cansancio que no tenía que ver con la extenuación física, pero que era muy molesto y, tras el toque de fajina, no te dejaba ganas ni de jugar al póquer. Las fatigas te conectaban directamente con el tedium vitae.

Ahora que se cumple el año de la llegada del Covid-19 a España y de su puesta de largo el Día de la Mujer Trabajadora (su símbolo intemporal, el del coronavirus patrio, será ya para siempre la Carmen de Cabra -que no la de Merimée- disfrazada de bracero con su gorrilla campera), se empieza a hablar por todas partes de la ‘fatiga pandémica’. Así que parece oportuno entender de qué se habla, o sea, qué se ventila en este asunto.

Fatigar, del latín fatigare, tiene dos significados principales en español: cansar y perseguir. Del segundo de ellos, ya presente en la Égloga I de Garcilaso («andes a caza, el monte fatigando»), hace un uso frecuente Borges. Hay un caso magistral de aprovechamiento de la anfibología ‘cansar/perseguir’ en un escritor guipuzcoano del siglo XIX, Juan Venancio de Araquistain: «fatigando sus armas y su tierra». Me atrevería a aventurar que la expresión ‘fatiga pandémica’ actualiza también dicha dualidad semántica. Nos fatigamos porque nos fatigan, o sea, que nos cansamos porque nos persiguen. Como los ciervos de Garcilaso acosados por las jaurías de Pedro de Toledo, virrey de Nápoles, en vano vamos dilatando nuestro morir, y eso cansa. Cansa mucho que te persigan.

El ciudadano se ha convertido en presa. Vivimos en una situación de ‘terror blando’ (soft terror) que no deja de ser una forma posmoderna de terror revolucionario. Como en las formas clásicas de este último, estamos sometidos al antojo de un poder arbitrario que dilata la excepcionalidad jurídica con el objetivo de inocular el miedo en el fuero interno de cada hijo de vecino. Eso se consigue mediante una paradójica indeterminación ordenancista, una ausencia de normas claras que no impide la existencia de una normativa tácita. Como en las tragedias griegas, no sabemos cuáles son los límites que podemos transgredir culpablemente, pero seguro que existen y que, para nuestra desgracia, nos los saltaremos. Considérese, por ejemplo, el criterio expuesto, ante las posibles manifestaciones del 8 de marzo, por el delegado del gobierno en Madrid, ese Franquito del PSOE que no ha parado de fatigarnos en el doble sentido: no las prohibiré, aunque ya veremos cómo lo hago y hasta dónde las permito, para que no me echen la culpa de una cuarta ola, pues hay que respetar el derecho democrático a manifestarse, pero según para quién y cómo. En fin, qué canso es todo esto.