ABC-IGNACIO CAMACHO
Al defenderse apelando a su currículum académico brillante, a Cruz sólo le ha faltado argumentar que él no es Sánchez
ESO del respeto a la propiedad intelectual está (ironía on, por favor) sobrevalorado. En el mundo posmoderno la originalidad absoluta no existe ni hay modo de mantener una idea o una patente a buen recaudo; ya se encargan los hackers de levantar los datos mejor custodiados, sean de la inteligencia militar o de los bancos. El más sofisticado de los hallazgos tecnológicos aparece en seguida clonado en algún lugar del sudeste asiático. Y en el mundo académico ya dijo D’Ors, hace casi un siglo, que lo que no es tradición es plagio. Máxime en filosofía, un campo en el que todo está inventado desde los presocráticos: al fin y al cabo, el conocimiento es un acervo común y la esencia del ser humano y de su pensamiento no ha cambiado tanto. Ahora se lleva la intertextualidad, que es como la copia de toda la vida pero con una pátina de maquillaje universitario. Se coge un texto (ajeno), se expropia insertándolo en un nuevo trabajo y se convierte en el contexto de un estudio actualizado ante el que sólo el puritanismo académico más rancio sería capaz de llamarse a escándalo. Nada es de nadie; en el marco contemporáneo la autoría constituye un privilegio desfasado y su preservación, un intento baldío de poner puertas al campo.
Cuando escribió su manual de Filosofía, el profesor Manuel Cruz no imaginaba que acabaría de presidente del Senado. Degenerando, que decía aquel torero, ahora no recuerdo si Mazzantini, Belmonte o el Gallo y tampoco tengo tiempo, como Umbral, de levantarme a mirarlo. La cuestión es que, según ha descubierto en ABC el gran Chicote, nuestro catedrático intertextualizó frases y párrafos enteros de autores consagrados, desde Vattimo a Ursúa o a Abbagnano, sin citar procedencia, mecachis, por olvido, por prisa o porque no lo consideró un trámite necesario. Quizá pensara que por tratarse de un libro de divulgación podía servirse de materiales «prestados», o recurrió –práctica común– a algún ayudante al que se le fue la mano. Seguro que no creyó estar haciendo nada malo. En cualquier caso la práctica es clara, concluyente y reiterativa en los fragmentos cotejados. El asunto pasó inadvertido durante quince años pero le ha estallado en la cara siendo una relevante autoridad del Estado. Y sometida por tanto a un escrutinio diáfano.
Lo peor es que ha reaccionado como un político cualquiera. Apelando a su brillante currículum –¡¡le ha faltado decir que él no es Sánchez!!– y arguyendo que se trata de «mínimas coincidencias». De un hombre de su prestigio cabe esperar otra respuesta menos vulgar y más sincera que un comunicado que no procede (tampoco) de su puño y letra. Claro que si su jefe de filas
fusiló con impunidad una tesis casi completa, él debe de sentirse a salvo de cualquier contingencia. Pero a un filósofo con reputación intelectual seria no es menester recordarle las reglas de la ética… y de la estética.