Eva Valle-El Confidencial
Esta crisis sanitaria y también económica es global: es imposible poner fronteras al contagio, tanto del virus como de sus efectos económicos, en un mundo como el actual
Cuando escribo estas líneas, son ya 193 los países que reportan casos de infección por coronavirus, 83 los que superan los 100 casos registrados y 106 en los que se han registrado fallecidos.
Sin sacralizar las cifras, que, al menos con relación a los casos registrados, podrían estar muy infraestimadas, no cabe duda del alcance geográfico global de una epidemia que ha llevado a muchos países a tomar medidas extraordinarias que eran impensables hace apenas unas semanas.
En efecto, son muchos los países que a nivel nacional han reaccionado limitando en mayor o menor medida los movimientos de su población; cerrando fronteras; frenando —o, incluso, parando casi por completo— una parte importante de su actividad económica; aumentando sus vías de aprovisionamiento de material médico y protector, y diseñando, en muchos casos, paquetes de apoyo económico para intentar que la fase de congelación forzosa que han impuesto a sus empresas y ciudadanos no resulte en un destrozo sin vuelta atrás para sus estructuras productivas de forma que, una vez superada la fase aguda de la epidemia, puedan retomar con todo el dinamismo posible su normalidad.
Más allá de las dudas y titubeos iniciales —en parte comprensibles, dado el brutal impacto económico que suponen las medidas—, y también más allá del debate de si su alcance es o no suficiente, estas decisiones, una vez tomadas, se han podido poner en marcha de forma rápida. Y ello porque todos los Estados cuentan con un marco institucional que permite actuar, con velocidad, en casos extraordinarios: las declaraciones de estados de alarma o emergencia y determinadas formas de legislar (RDL, en el caso español) están pensadas con ese fin.
Sin embargo, esta crisis sanitaria y también económica, como decía al principio, es global: es imposible poner fronteras al contagio —tanto del virus como de sus efectos económicos—, y más en un mundo tan interrelacionado como el actual. Por tanto, su solución también debe ser global. Se trata, una vez más, de ser capaces de proveer más de uno de esos bienes públicos globales para los que nuestra gobernanza internacional no ha demostrado estar muy bien preparada. Y mucho menos para hacerlo a la velocidad que exige un contagio como el actual.
En esta crisis podemos identificar, al menos, tres bienes públicos globales: en lo sanitario (además de evitar el efecto externo negativo del contagio), la I+D+i que debe llevarse a cabo para obtener las vacunas y los tratamientos que eliminen la pandemia; y, en lo económico, la recuperación del comercio internacional y la estabilidad financiera global, necesarios ambos para evitar efectos económicos aún mayores que los provocados por las medidas que los Estados están teniendo que adoptar.
Salir de la mejor manera posible de esta crisis exige activar rápidamente todos los mecanismos para proveer esos tres bienes. Pero, a diferencia de lo que ocurre en cada Estado, a nivel supranacional contamos con mecanismos limitados de coordinación que, además, no tienen capacidad para actuar de forma excepcionalmente rápida.
En cuanto al primer bien público global —la obtención de la vacuna y los tratamientos—, es necesario abordar esa I+D+i a través de un fondo público de carácter global, dotado con los recursos necesarios, que asuma el coste de la investigación y que garantice que los resultados son propiedad de la humanidad. Es decir que, una vez se obtengan, los tratamientos y las vacunas serán producidos a escala suficiente y provistos gratuitamente y sin barreras a todos los países del mundo por igual. La única forma de frenar la transmisión con garantías es que los tratamientos sean universales y accesibles para todos, y que quien los obtenga los ponga a disposición del resto sin intentar recuperar los costes de la inversión. Es este uno de los ámbitos en los que instituciones como el G-7 o G-20 tienen un papel fundamental que desempeñar, como coordinadores de esa cooperación.
Vayamos ahora al ámbito económico. Todos los países del mundo, en mayor o menor medida, están interrelacionados por importantes flujos de capitales, bienes y servicios. Una interrupción brusca y prolongada de cualquiera de esos flujos tendría consecuencias importantes sobre cada uno de ellos. Lo vimos ya, y de forma limitada, al inicio de esta crisis, cuando solo era China la afectada, con la disrupción de las cadenas de valor. Si a los efectos de la interrupción del comercio internacional se añadieran insolvencias en los sistemas financieros o en los Estados, las consecuencias serían mucho peores. Por ello, cooperar en la solución de esta crisis es de interés para todos.
Es cierto, sin embargo, que la crisis no afectará por igual a todos los países. Por un lado, las estructuras económicas de partida son muy distintas y también lo es el momento económico en que cada uno ha llegado a la misma. Por otro lado, aunque las medidas que se están aplicando para permitir la ‘hibernación’ de las economías son muy similares en la mayoría de los países, estas tienen un importante coste que recae sobre situaciones de déficit y endeudamiento muy diferentes.
En este sentido, la asimetría en la incidencia del ‘shock’ sanitario puede actuar como un desincentivo para actuar conjuntamente. No es, en este sentido, una situación muy distinta a la que vivimos en 2008 con la Gran Recesión. Y, al igual que entonces, en esta ocasión, necesitamos poner en marcha redes de seguridad global y activar y perfeccionar, lo más rápidamente posible, nuestra gobernanza global, el G-20. No hay tiempo que perder.
En el ámbito de la unión monetaria europea, la cooperación resulta todavía más necesaria, porque la interrelación de las economías es mucho mayor. Los efectos desestabilizadores sobre el mercado interior y sobre el euro y, por tanto, sobre todos y cada uno de nuestros países, independientemente de cómo se vean afectados por el ‘shock’ inicial, son potencialmente tan elevados que actuarán como incentivo a adoptar soluciones europeas. Vivimos algo similar en 2010 cuando, tras grandes dudas y discrepancias, el euro se dotó de instrumentos de estabilidad financiera, se reforzó el marco fiscal y el BCE actuó como escudo protector.
En esta ocasión, la velocidad y la naturaleza de la crisis hacen necesaria una actuación mucho más rápida y decidida. Tras una lamentable confusión inicial, el 18 de marzo el BCE puso en marcha un importante programa de compra de deuda (PEPP) que supone un respaldo muy importante. También la Comisión Europea está actuando con rapidez para coordinar las actuaciones en el ámbito sanitario, preservar la circulación de bienes y servicios esenciales, posibilitar la concesión de ayudas a sectores que habitualmente no son posibles en el mercado interior, movilizar recursos disponibles para incentivar la inversión o proponer utilizar al máximo la flexibilidad del Pacto de Estabilidad, incluyendo la activación de la llamada ‘cláusula de escape’.
El Eurogrupo, esto es, los Estados miembros, hace una semana manifestó su disposición a “utilizar todos los instrumentos necesarios para limitar las consecuencias de la epidemia” y a poner en marcha una “respuesta de política inmediata, ambiciosa y coordinada”. De momento, eso se ha traducido en aplicar, con una flexibilidad sin precedentes, las reglas fiscales para que los Estados miembros puedan hacer frente a la crisis.
Soy consciente de que lo anterior ha sabido a poco. Pero también hay que valorar la rapidez con la que una decisión, habitualmente tan controvertida, se ha tomado en esta ocasión. El Eurogrupo se reunirá de nuevo con un importante punto sobre la mesa. En palabras de su presidente: “Considerar opciones para añadir una línea de defensa contra el coronavirus como parte de la respuesta coordinada”; y ello, para responder a un mandato de los jefes de Estado y de Gobierno. Yo espero con impaciencia el resultado. Será fundamental para apuntalar la fortaleza de nuestro proyecto común.