JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • La prospección a largo plazo que ha planteado el presidente no podrá llevarse a cabo en el clima de rivalidad que han exacerbado las elecciones madrileñas

Son tantos los acontecimientos de interés que se han acumulado esta semana, que se hace difícil elegir uno en exclusiva para someterlo a análisis. Sobre el trasfondo del inacabable conflicto armado entre Israel y Palestina, desencadenado, esta vez, en la franja de Gaza y detenido, por fortuna, al menos de momento, han destacado, en este opuesto extremo del Mediterráneo, otros hechos que, aunque menos graves, no dejan de ser inquietantes. Citaré los tres más notables, que se entrelazan: el conflicto, mezcla de humanitario, migratorio y diplomático, que, iniciado en Ceuta, seguirá inflamando por un tiempo la política entera del país; la prospección, a treinta años vista, de la España ideal que Pedro Sánchez ha planteado con pretensión de convertirse en «conversación nacional»; y, finalmente, el inicio de otro inestable Govern catalán que viene a remover las ya agitadas aguas en que bracea la política en esta etapa que dicen pospandémica. Si a ellos se añade el precario equilibrio institucional que, a raíz de los comicios de la Comunidad de Madrid, dibujan, para el corto o medio plazo, encuestas como la que hoy publica este periódico, la acumulación de acontecimientos resulta todavía más difícil de ordenarse y resumirse en un breve comentario.

Por comenzar por el ejercicio de prospección del presidente, habrá que alabar, en principio, tanto el esfuerzo intelectual que ha supuesto -tan raro en el cortoplacismo que lastra la política- como el vigor movilizador que podría inyectar en una sociedad tan abrumada y desencantada como es hoy la nuestra. Sin embargo, hay motivos para temer que, reconocido el esfuerzo, no llegue a surtir efecto el vigor movilizador. Dos son, principalmente, las razones que alimentan el escepticismo. Dicho sin tapujos, ni quien se ha hecho cargo del liderazgo ha acumulado a lo largo de su trayectoria el crédito que requiere una propuesta tan ambiciosa, ni la polarización que caracteriza la política da lugar al sosiego que un debate tan transversal y de tan largo alcance precisa. Así, las luces largas que el planteamiento da a entender que se habrían encendido, más que a iluminar un horizonte lejano, parecerían destinadas a deslumbrar la visión de lo que, por cercano, más debería ponerse a la vista. Los obstáculos que se interponen a su éxito son tan potentes y las variables tantas y tan incontrolables, que sólo enumerarlos haría pensar, por su crudeza, que son producto de la pura inquina demagógica.

Me centraré, pues, sólo en la segunda de las razones citadas: el ambiente de polarización que vive la política y que se ha visto exacerbado a raíz del resultado de las elecciones madrileñas. Por mucho que pretenda negarse, de todas las encuestas se desprende la afectación nacional que han tenido esos comicios, si no para desestabilizar el Gobierno, sí para restarle credibilidad y aprecio. En todas ellas, incluida la realizada por el CIS, se observa un grave decaimiento de ánimo entre los electores de los partidos que integran el Ejecutivo, así como una notable mejora en la estima de los del principal opositor. Decaimiento y mejora más elocuentes que los números. En tal coyuntura, la lógica política de la rivalidad anuncia prácticas de desgaste más que de colaboración. Y no sería exagerado decir que las elecciones de la Comunidad de Madrid han abierto un ambiente de campaña electoral que no decaerá hasta que las elecciones se celebren. En esas circunstancias, plantear debates a tan largo plazo sólo cabe entenderse como un ejercicio de autodefensa y propaganda.

Por lo demás, a falta de motivos o excusas que alimentaran la rivalidad, el nuevo Govern que acaba de formarse en Cataluña se encargaría de aportarlos y exacerbarla. Pues, si el conflicto de Estado que se ha abierto entre España y Marruecos a raíz de lo sucedido en Ceuta no ha servido para mitigar el ardor del enfrentamiento partidista, mucho menos lo conseguirá este otro interno que, con implicaciones también de Estado, habrá de plantear, día sí y día no, un Ejecutivo que, desde su constitución, ha anunciado su voluntad de «forzar» al Estado a otorgar lo que no puede. Los equilibrios que, por su composición interna y sus alianzas, se verá obligado a practicar el Gobierno respecto del conflicto catalán servirán en bandeja a la oposición la labor de desgastarlo y hasta, si pudiera, derribarlo. Y, si las encuestas aciertan, la única alternativa previsible promete una versión invertida y más enconada de lo mismo. ¡Como para pensar a largo plazo!