El mayor fracaso de la banda terrorista es que, después de 838 asesinatos, 60 secuestros, miles de heridos…, no ha conseguido ni uno solo de los objetivos por los que nació; ni siquiera ha desplazado al PNV, al que pretendía sustituir. Cuarenta años de odio y de miedo quedarán como uno de los más gigantescos fracasos de varias generaciones de vascos.
La organización terrorista ETA se inauguró hace cuarenta años con el asesinato de un guardia civil. Hace unos días, la misma banda terrorista voló parte de las instalaciones del medio de comunicación más importante de la Comunidad Autónoma Vasca. Un hilo conductor une ambos hechos: la muerte como elemento definidor de la banda y la obsesión por hacerse con el relato de la historia reciente de esta tierra. En ambos atentados hay una misma seña de identidad criminal: la aniquilación del contrario, el exterminio de todo aquel que se niegue al proyecto totalitario de la banda y la voluntad de cortar la voz a todos los que quieren contar lo que pasa sin alterar el relato por el miedo.
El miedo también recorre ambos hechos. Las tres patas siniestras de la banda terrorista que lleva cuarenta años de dictadura son el odio, la muerte y el miedo. El primero prepara la segunda y la segunda garantiza el tercero. Vencer el miedo es por tanto la primera condición para todo combate contra quienes han hecho del odio, de la muerte -máxima expresión del odio- sus armas de destrucción de vidas y voluntades, sus argumentos para someter a los que nos negamos a aceptar su proyecto totalitario.
Hay también en ambos hechos criminales una necesidad de sus autores por firmar la muerte, por atribuirse, a ser posible en exclusiva, la capacidad de difundir miedo. No es casual que la banda terrorista se responsabilice periódicamente de casi todos los asesinatos y de otras acciones terroristas que perpetra. A ETA le interesa dejar claro que es ella la que maneja el argumento supremo del asesinato, que ella y no otra organización es la responsable de la siembra de odio y miedo. El terror como argumento que otorga poder a quien lo practica. La banda terrorista necesita firmar sus crímenes como una forma de presentarse ante los demás como lo que es: una organización totalitaria.
Todo atentado supone una conmoción. La de hace años fue una conmoción inaugural, inesperada, la de hoy es una conmoción ya sabida, pero a la que no acabamos de acostumbrarnos a pesar de cuarenta años de dictadura del terror. Una conmoción que se agiganta cuando hay víctimas mortales y que siente un cierto alivio cuando éstas se evitan, aunque sea de milagro, como ahora.
El acto terrorista es ese anuncio publicitario de inserción gratuita, obligatoria e inmediata en todos los medios de comunicación. Sin publicidad no hay terrorismo. Se mata y se atenta, sobre todo, para salir en los medios de comunicación, para que los medios se conviertan en difusores del miedo que la organización terrorista necesita aventar de forma periódica. El silencio sería letal para los criminales. Pero en una sociedad democrática, los medios debemos contar las cosas que pasan. El CORREO tiene que contar el intento de volarlo.
El terrorismo es un teatro, necesita la espectacularidad, la difusión de imágenes -cuantas más, mejor- que reflejen el alto grado de conmoción que causa, que proyecten en los ciudadanos el sello del poder que los criminales quieren transmitir a la sociedad. Imágenes que lleguen al mayor número posible de ciudadanos, que multipliquen la onda expansiva de la bomba y la conviertan en una onda expansiva informativa.
Todo esto es cosa sabida. En esta dictadura de cuarenta años los etarras se han empeñado en juntar los mismos ingredientes en su coctelera sangrienta y desgastada. No se dan cuenta quizás de que cada vez hay menos gente que les compre el producto, menos gente que les siga, más gente que les aborrece y que está dispuesta a hacer todo lo que esté en su mano para que esta banda desaparezca, deje de ser noticia.
El mayor fracaso de la banda terrorista que se fundó hace cuarenta años con un crimen es que, después de 838 asesinatos, de 60 secuestros, de miles de heridos, de decenas de miles de ciudadanos atemorizados, de millones de ciudadanos hartos, no ha conseguido ni uno solo de los objetivos por los que nació. No ha conseguido, desde luego, el más deseado: hacerse con el poder; no ha creado su delirante Estado independiente, socialista y albanés; no ha acabado con su odiada España y ni siquiera ha desplazado al PNV, al que pretendía sustituir en sus orígenes como alternativa nacionalista radical, activa y presuntamente de izquierdas. No ha logrado tampoco hacerse con el relato de la historia reciente, del presente. A pesar del miedo, hoy existen periódicos, como EL CORREO, que cuentan lo que pasa, que tratan de buscar la verdad y que son leídos por miles de vascos, vascos de todas las ideologías.
Sí han conseguido los etarras asesinar, romper familias, imponer la tristeza como seña de identidad y acuñar el tiro en la nuca como forma vasca de matar. Bueno, también han logrado que centenares de sus militantes hayan pasado una buena porción de años de sus vidas encerrados en las cárceles, donde muchos han conocido el desencanto.
Frente a los etarras que sienten que si ETA no existiera habría que inventarla, la inmensa mayoría de los vascos, incluidos muchos de los que en su día la apoyaron, sentimos que si la banda desapareciera mañana nadie la echaría de menos.
Cuarenta años de odio, de muerte y de miedo quedarán en la historia como uno de los más gigantescos fracasos de varias generaciones de vascos que se entregaron al culto a la muerte. EL CORREO estará ahí para contar el final de esta pesadilla.
José María, Calleja, EL CORREO, 13/6/2008