Ignacio Camacho-ABC
- Recelos nacionalistas y prejuicios de la izquierda impiden que el Ejército y la sanidad privada desbloqueen el problema
Si hubiésemos sufrido un terremoto movilizaríamos todos los recursos posibles. Son palabras de Rafael Bengoa, uno de esos expertos en salud pública que, por serlo de verdad y saber de lo que hablan, no merecen que los escuche el Gobierno. Lo entrevistaban ayer en la radio, a propósito del retraso en la vacunación, de la crecida alarmante del contagio y del inminente colapso hospitalario, y pedía medidas urgentes y una leva general de medios de asistencia, incluidas las fuerzas armadas y el sector privado, para solucionar el atasco. Pero el poder sestea. El Consejo de Ministros no ofrece respuestas a las autonomías que le reclaman decisiones perentorias -para qué querrá el decreto de alerta- y el proceso de inmunización discurre a marcha lenta porque una parte del personal de atención primaria ha estado de vacaciones durante las fiestas. Las mutuas sanitarias, con once millones de españoles en su cobertura, están al margen por un prejuicio ideológico de la izquierda. Y el Ejército, la institución con mayor capacidad logística para abordar el problema, continúa acuartelado por no despertar suspicacias en dos territorios cuyas autoridades nacionalistas recelan de su presencia.
El carácter público de un servicio lo determina quién se beneficia de él y quién lo paga, no quién lo presta. La vacuna es pública porque la sufragan y la reciben los ciudadanos, y eso vuelve irrelevante si el que la inyecta en sus brazos es un militar, una enfermera de una clínica privada o un funcionario. Se trata de hacer bien y rápido un trabajo cuya organización y coordinación es responsabilidad del Estado. Ante una crisis a punto de alcanzar un grado dramático -por tercera vez en menos de un año- resultan incomprensibles las reticencias, las dudas o la demora en recurrir a todo el capital técnico y humano que sea necesario. Y es especialmente irritante el empeño por mantener al Ejército con los brazos cruzados después de su relevante aportación -destacada ayer por el Rey- en las anteriores fases de la pandemia, cuando la sociedad comprobó de cerca la eficacia, el dinamismo y la viveza con que los uniformados colaboraron en tareas de emergencia.
Al comenzar enero se han juntado dos factores de máximo riesgo: una cepa nueva del virus con enorme velocidad de transmisión, y un embotellamiento en la Administración de los ansiados anticuerpos. Las cifras de enfermos se han disparado, como era previsible, en el paréntesis navideño. Varias comunidades están endureciendo las restricciones de movilidad y planteando otro confinamiento que ya han adoptado algunas naciones europeas y que tendría efectos demoledores sobre la economía y el empleo. Van a hacer falta muchas manos, mucho compromiso social y un esfuerzo que corresponde liderar al Gobierno con las facultades excepcionales que solicitó y obtuvo para ello. Pero va tarde, como siempre, y se acaba el tiempo.