JON JUARISTI, ABC – 12/10/14
· Las epidemias estimulan la imaginación criminal de las multitudes, que necesitan identificar culpables.
Hace treinta años, cuando el sida llegó a España, hubo quienes lo atribuyeron a la decisión divina de exterminar a drogadictos y homosexuales y quienes lo consideraron un bulo propagado por el Vaticano para terminar con la promiscuidad. Las epidemias siempre han estimulado la parte criminal de la imaginación colectiva en sus raíces siempre individuales. Son las ocasiones más propicias para la elección arbitraria de chivos emisarios, o sea, de víctimas designadas a purgar las culpas sociales en el curso de jubilosos linchamientos gregarios.
Las epidemias favorecen la regresión de las multitudes a la fase de pensamiento mágico que ve en todo contacto una posible emisión de flujos contaminantes. La gente se olvida de lo que es un virus, si alguna vez lo supo, y cifra la causa de la enfermedad en la malevolencia de agentes humanos encabronados con el resto del mundo: quizás enfermos que no se resignan a su suerte e intentan vengarse contagiando, quizás espías de potencias enemigas, o brujas, o frailes, o moros o judíos. Desaparece la confianza mínima en el vecino, exigible para coexistir sin violencia, y que, si no se restaurase, haría saltar todos los consensos. Pero no hay que ponerse trágicos.
Generalmente se restaura gracias al mecanismo infalible de la víctima propiciatoria, chivo expiatorio o como se le quiera llamar, que consiste en designar aleatoriamente un culpable y dirigir contra él toda la agresividad del grupo. Por lo general, el designado es inocente, o, si tiene alguna culpa, no es mayor que la de cualquier miembro de la muchedumbre linchadora. Pero eso no importa. Lo importante es que el mecanismo funcione, y suele funcionar. No para terminar con la epidemia, claro está, pero sí para calmar la furia de la masa aterrada.
El consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez, merece ser destituido cuanto antes de su cargo por un motivo muy obvio: haber reaccionado ante las críticas a su gestión descargando culpas en Teresa Romero. No será, probablemente, el único cargohabiente en ejercicio que acostumbra evadir responsabilidades personales endosándoselas a un subordinado, pero lo ha hecho en un contexto que lo señala como alguien a quien hay que apartar de la cosa pública cuanto antes. Ha intentado crear un chivo expiatorio en una situación de alarma epidemiológica, ni más ni menos, y es indiferente, para el caso, que la designada por él como culpable sea precisamente la única víctima clara, hasta ahora, del contagio de ébola. Podría haber sido escogida entre enfermeras, médicos o celadores absolutamente saludables, y la gravedad de la pifia sería la misma. Rodríguez se ha comportado como un seleccionador de víctimas propiciatorias (bastante torpe, porque se le ha ocurrido imputar la culpa a la única víctima evidente). No puede, no debe seguir en su puesto. Espero, sinceramente, que haya recibido el cese cuando esta columna vea la luz.
Dicho esto, sería un enorme error convertir a Rodríguez en otro chivo expiatorio. No tiene otra culpa demostrada, por ahora, que la de haber culpabilizado a Romero, que ya es bastante. Las deficiencias en la gestión de la crisis sanitaria deberán ser investigadas, y sus responsables, si se hallaran, sancionados debidamente, cualquiera que sea su lugar en el sistema hospitalario o en la administración autonómica y estatal, pero lo primero y lo fundamental es tomar conciencia de que ni la actual epidemia de ébola ni la peste de Tebas en tiempos de Edipo tienen ni tuvieron propagadores conscientes y voluntarios. Ni brujas ni funcionarios que se contagien y mientan para jorobar a sus jefes.
JON JUARISTI, ABC – 12/10/14