Dar y pactar

EL CORREO 20/04/13
JAVIER ZARZALEJOS

La cuestión ahora no radica en lo que el Gobierno Rajoy esté dispuesto a conceder a Cataluña, sino en lo que el nacionalismo se encuentre dispuesto a comprometer

Al parecer, el Gobierno de la Generalidad catalana se encuentra dividido. Llegados a este punto del frenesí soberanista, unos se presentan como independentistas puros, decididos a celebrar la llamada consulta ‘sí o sí’, mientras otros, calificados de soberanistas pragmáticos, quieren una consulta pactada con el Gobierno de Mariano Rajoy. La división se mantiene en el terreno de lo político-ideológico porque en términos de política real, ni unos ni otros tienen en su mano llevar a cabo lo que cada uno sostiene. Saltarse la legalidad constitucional desde la arrogancia del ‘sí o sí’ no es tan fácil como algunos quieren pintarlo, ni siquiera en este estado de entropía jurídica en la que se ha instalado el cuadro institucional de Cataluña. Tampoco parece una vía despejada la de un imaginario pacto con Rajoy para celebrar una consulta en la que algunos aconsejan a Mas buscar una salida políticamente honrosa al lío en el que anda metido. Semejante pacto, además de una hipótesis más que remota, no sería producto de la voluntad de acuerdo con la Generalidad sino que derivaría directamente de la profunda y calculada deslealtad constitucional en la que vive el nacionalismo catalán. Nada arreglaría salvo, tal vez, el futuro inmediato de Mas. Pero lo que es seguro es que seguiría alimentando el discurso de la independencia por acumulación que un día desemboque en una situación de hecho irreversible que el Estado tendrá que reconocer lo quiera o no. Para empezar, hay que suponer –y es mucho suponer– que Mariano Rajoy esté por la labor.

Lo que sí es una posición compartida por unos y otros de los que ahora aparecen divididos es desvincular su insistencia en la consulta de lo que se pueda negociar sobre financiación y déficit, es decir sobre financiación singular para Cataluña y objetivos asimétricos de déficit. Y hay que creerlos cuando lo dicen. Hay que creer que el nacionalismo está en el salto cualitativo de su reivindicación; que es consciente de que se ha agotado el recorrido de un modelo de relación en el que la amenaza de inestabilidad que era capaz de inspirar aseguraba un flujo permanente de contrapartidas políticas y financieras; que su capacidad extractiva necesita activos que extraer y que esos ya no son lo que eran. Se ha roto un modelo de equilibrio, se ha agotado una forma de gestionar las reivindicaciones nacionalistas. Estos partidos y la audiencia que les sigue se muestran insensibles al argumento del nivel de autogobierno sin precedentes y sin comparación en ningún Estado descentralizado que Cataluña ha alcanzado en el marco constitucional vigente. Mas aún, cuanto mayor ha sido la autonomía, la recepción efectiva y simbólica de lo diferencial e identitario, la asunción del derecho a la diferencia, más intensa ha resultado la deslegitimación del modelo constitucional para mantener alejada la tentación de sentirse integrados. Lo importante ha sido mantener el discurso de la incomodidad –es imposible encontrar una categoría política más subjetiva y arbitraria–, el malestar –cuanto más difuso e indefinible, mejor–, la impostada apelación a que se busque ‘el encaje de Cataluña’ cuando la conclusión que ya cabe extraer es que para este nacionalismo radicalizado se trata de un recurso puramente retórico porque lejos de buscar el encaje en España lo que pretenden es simplemente la secesión.

Sin embargo, la evidencia de que el nacionalismo, el político y el sociológico, por acción y por omisión, está en un proceso abiertamente inconstitucional no impide que se apunte al Gobierno con gesto inquisitivo, y un tanto morboso, para ver ‘qué hace Rajoy’ sin antes sacar todas las conclusiones pertinentes de lo que ha hecho Mas. No tiene mucho sentido dar una patada al tablero y exigir al otro que siga jugando. Jugar ¿a qué? ¿A buscar concesiones que aplaquen el furor soberanista? ¿A asumir la culpabilización que el nacionalismo catalán pretende descargar sobre ‘ Madrid’? ¿A aceptar que inapliquen una y otra vez las sentencias judiciales que insisten en requerir que el castellano sea reconocido como una de las dos lenguas vehiculares y no como una necesidad de atención especial individual? Si este es el juego que propone el frente nacionalista en Cataluña, solo podría participar en él un gobierno temerario. Y Rajoy no es precisamente un temerario.

Porque, ahora, por más que se le requiera, la cuestión no radica en lo que el Gobierno esté dispuesto a dar sino en lo que el nacionalismo se encuentre dispuesto a comprometer. Como para el nacionalismo todo son derechos exigibles mientras no reconoce deber alguno hacia el Estado más allá de las obligaciones legales que no pueda eludir, por mucho que aquel presuma de tradición pactista, la idea de pacto le resulta completamente ajena. Sólo así, desde las antípodas de todo principio de pacto –que implica renuncia y buena fe– puede explicarse que después de treinta años de desarrollo espectacular del autogobierno, el nacionalismo no sólo mantenga intactas sus exigencias atávicas sino que las exprese con mayor agresividad y con la más virulenta descalificación de la legalidad como la que consiste en contraponer ley y democracia, arrastrado –recordaba recientemente Stephan Dion– por una pulsión tan insana como la de convertir en extranjeros en tierra propia a una buena parte de sus conciudadanos.