Vivimos tiempos de obsesión por la identidad, la pertenencia y los marcos culturales. Quizás nos sería más útil preocuparnos por la justicia y la ciudadanía: es intelectualmente más sencillo y prácticamente más eficaz. Aunque exhiba las vergüenzas de cada sociedad.
El de la cohesión social es un término digno y prestigioso. Suena bien en labios de cualquier político o intelectual que se precie de discurso moderno. Debe de ser por eso que lleva camino de convertirse en uno de los argumentos-mantra preferidos por toda clase de avispados.
Vean ustedes si no a los orates nacionalistas más cultivados: sus políticas fuertes de construcción nacional, ésas que buscan uniformar a sus poblaciones en una identidad de lengua y sentimientos, las justifican últimamente por el bien preciado de la cohesión social. Se han dado cuenta de que los tradicionales argumentos fundados en la supervivencia y la unidad de la patria no suenan ya muy bien, y se han apuntado al prestigio cientifista y vagamente sociológico de la cohesión. Afirman, por ejemplo, que si se deja a cada ciudadano que hable la lengua que desee, o la que le sea más útil, se generarán en el seno de la sociedad unas comunidades lingüísticas separadas, lo cual perjudicará directamente a la cohesión de la sociedad� (aquí pueden poner el adjetivo nacional que prefieran). La difusión de una identidad personal de rasgos uniformes coadyuva -dicen- a una alta cohesión de esa sociedad porque funciona como una especie de cemento que religa a las personas.
La cuestión no termina aquí: a raíz de un interesante y bastante mal entendido libro de Robert Putnam (‘E pluribus unum’), la preocupación por la cohesión social se está convirtiendo en el argumento preferido de los que pretenden rechazar o limitar a los inmigrantes procedentes de otros marcos culturales. Una sociedad con una gran variedad de grupos étnicos o culturales en su seno sería -se dice- una sociedad que funcionaría peor porque en ella disminuiría la cohesión social. Es en parte la crítica de Merkel y otros al llamado ‘modelo multiculturalista’ de integración de inmigrantes, que favorece -según ellos- que éstos se mantengan al margen de la sociedad receptora y encerrados en su propia cultura como en un gueto. La homogeneidad de sentimientos y marcos comprensivos favorece la interrelación y la solidaridad asociativa entre las personas, la variedad excesiva la perjudica. Así que� ¡mucho cuidado con abrir demasiado las puertas! � podemos encontrarnos con unas sociedades desintegradas y disfuncionales para pelear en la globalización, nos dicen los nuevos conservadores.
Lo cierto es que estas ideas no son nuevas en absoluto: los Reyes Católicos buscaban sin duda la mejor cohesión de sus reinos al expulsar a los judíos. Y Franco no perseguía sino la cohesión nacional� española al perseguir el uso normal de otras lenguas peninsulares. Pero, entonces, ¿se trata sólo de una cuestión de medios, brutales los antiguos y más o menos democráticos los actuales? ¿Es cierto que la cohesión social se ve perjudicada por la existencia de una pluralidad de visiones diversas del mundo entre sus ciudadanos?
Para poner un mínimo de claridad intelectual y honestidad política en esta cuestión tan maltratada no viene mal recordar las enseñanzas de Emile Durkheim, quien también vivió a fines del siglo XIX en Europa un momento de cambio social acelerado e intenso en el que los vínculos sociales parecían amenazados por las nuevas realidades, un momento en el que la solidaridad social parecía tambalearse. Pues bien, Durkheim estableció luminosamente la diferencia entre dos tipos de solidaridad social: la mecánica, propia de las sociedades tradicionales donde la identidad de los individuos responde a una homogeneidad básica de sus roles y en donde la cohesión resulta precisamente de la semejanza entre ellos. Y la solidaridad orgánica, característica de sociedades modernas individualistas y complejas, basada necesariamente en la afirmación y potenciación de la conciencia individual. En estas sociedades, que son las nuestras, la solidaridad se funda en la fuerza de aquellas instituciones, libremente creadas y aceptadas por los ciudadanos, que imponen una equidad interpersonal fuerte en el reparto de derechos y deberes. Lo había anotado ya Tocqueville en 1831 al señalar que era la igualdad de condiciones la que convertía a los norteamericanos en un pueblo unido.
Los estudios empíricos han demostrado que el grado de solidaridad cohesiva en las sociedades europeas correlaciona con el grado respectivo de igualdad/desigualdad social y económica que exista en ellas. Las personas que pierden su autoestima al verse excluidas o maltratadas en el reparto de oportunidades vigente en su sociedad no desarrollan grado alguno de interés por ella y su conservación. Por eso, a más desigualdad menos cohesión. En cambio, la cohesión social en una sociedad moderna no guarda apenas relación con factores mecánicos o ‘naturales’ derivados de la cultura, la etnia, la religión o la lengua, salvo cuando éstos ocultan una desigualdad subyacente de oportunidades. O cuando se atizan interesadamente esos factores para poder explicar determinadas políticas. El problema no lo es tanto el modelo teórico de inserción del inmigrante (multiculturalista, interculturalista, ‘melting pot’ y demás), sino el garantizarle una efectiva igualdad como ciudadano en el terreno de los derechos, al tiempo que convencerle del valor positivo del sistema político y social que hace posibles esos derechos. Sabiendo que ambos aspectos se retroalimentan mutuamente: pues difícilmente el inmigrante valorará como algo positivo nuestro sistema mientras esté excluido de su pleno disfrute.
Vivimos tiempos de obsesión por la identidad, la pertenencia y los marcos culturales. Quizás nos sería más útil preocuparnos por la justicia y la ciudadanía: es intelectualmente más sencillo y prácticamente más eficaz. Aunque exhiba las vergüenzas de cada sociedad.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 31/10/2010