IÑAKI EZKERRA-EL CORREO

  • Los rasgos considerados más esenciales de un país tienen a menudo su origen en otras tierras, son fruto del mestizaje

Pasa con todas las construcciones nacionales. Los rasgos que se consideran más típicos y tópicos, más característicos y esenciales de un país, tienen a menudo su origen en otras tierras y son fruto del mestizaje, el sincretismo, la mezcla. En estos días, con motivo de los ceremoniales que han rodeado a la muerte de la reina inglesa Isabel II y los que se anuncian en torno a la coronación de su hijo, ha cobrado un machacón protagonismo en las teles y las radios la melodía tradicionalmente usada como himno nacional británico. Y no ha faltado el locutor de turno que lo glosaba como un atributo inconfundible del alma inglesa; una genuina marca de Reino Unido; eso que los nacionalistas llaman «una seña identitaria». Sin embargo, el origen del ‘God Save the King’ no es inglés sino francés y, para rematar la paradoja de su impura mixtura genealógica, fue obra de un músico italiano del siglo XVII que no salía de la corte de Luis XIV: Jean-Baptiste Lully.

La intrincada historia de esa patriótica melodía posee el ingrediente chusco que tiene siempre la realidad. El Rey Sol se sometió a una aparatosa operación de hemorroides, que en esa época tenía bastantes probabilidades no ya de fracaso sino de costarle la vida a quien se pusiera en manos de un cirujano. Como la intervención fue un éxito y el monarca pudo seguir dedicándose a lo que más le gustaba, que era comer, beber y bailar en los salones de Versalles, Lully decidió componerle una canción que celebrara su completa sanación: el ‘God Save the King’, que, en su original versión francesa se titula ‘Grand Dieu sauve le Roi’.

La letra que los ingleses hoy consideran suya es también una herencia de los franceses. Prácticamente es la misma en las principales estrofas. En ella se pide para el monarca la perenne protección divina así como un largo, feliz, glorioso y victorioso reinado. Lo único que cambia en uno y otro caso es el enemigo, que, por otro lado, queda en ambas letras igualmente entre bastidores.

En la versión inglesa, la letra apela a una refinada y sibilina derrota de los rivales que, presumiblemente, son las demás naciones europeas. Esa letra pide a Dios que «disperse a sus adversarios y confunda sus políticas». En la versión francesa, también la letra alude a los enemigos y habla de vengarlos. Lo que no dice es que los peores entre éstos han sido las propias almorranas de las que un bisturí le ha librado.

Pese a que existe una clara voluntad de borrar las pistas de su origen franco por parte de algunos estudiosos ingleses que hablan de similitudes con ciertas danzas populares de anónima procedencia, la verdad es que la versión inglesa de esa pieza musical es calcada de la francesa y sólo se distingue de ésta en una solemnidad atribuible a los enfáticos arreglos orquestales de Haendel, que fue el que la plagió en unos tiempos en los que no se rendía el culto de hoy a la autoría original ni existía la SGAE para reclamar derechos de propiedad intelectual.

El caso es que la baja y negra cuna de ese himno (¿qué cosa hay más plebeya que un culo enfermo?) nos da una sabia lección humana de humildad. Y las imágenes actuales de un rey Carlos envarado, protocolario, altivo, escuchando esas notas musicales con cara de bicarbonato, cobran un oscuro significado a la luz de la grotesca dolencia real que las inspiró. Digamos que las almorranas del Rey Sol planean sobre todo el boato del ceremonial británico y que estamos ante un hecho, si bien anecdótico, enormemente pedagógico que merece pasar a los anales de la civilización.

«De lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso». La frase se atribuye a Napoleón, otro ilustrativo ejemplo del excusado al que van a parar las engreídas ínfulas de los nacionalismos que en el mundo han sido. Y es que a menudo la solemnidad esconde la oquedad. Más allá de las hemorragias rectales que se ocultan entre las tramoyas de ese himno, el mismo «salve» que clama su letra resulta un tanto carente de sentido. Dirigido a Luis XIV, que ya se ha salvado de una muerte sucia, llega al humo de las velas. Dirigido a la reina Isabel II, que acaba de perecer a manos de la interclasista e insumisa Parca, es un deseo que, por la razón opuesta, también llega un poco tarde. Dirigido al nuevo rey, elude el hecho de que ha de correr la suerte de todo mortal.

Realmente, ¿qué sentido tiene desear en exclusiva la salvación a quien está condenado a muerte como todos los humanos, a los que ignora esa selectiva letra? Por otro lado, si esa salvación se refiere a la vida eterna, las que sobran son las palabras «rey» y «reina» porque uno y otra ya se hallarían situados fuera del negociado de su reino temporal, al que se remite ese grito, y en otro reino que no sería de este mundo, en el cual ellos no serían más que vasallos.

La humildad y el mestizaje, sí. Ambos son la verdad desnuda que oculta el traje de la soberbia y la pompa, del mismo modo que los himnos salen de las guerras, las letrinas y las hemorroides de la Historia; del recto intestinal de la Naturaleza que no conoce dinastías ni genealogías; del ano irritado y sucio de la condición humana que es igualitario y universal.