NICOLÁS REDONDO TERREROS-ABC

  • Cuando el partido se convierte en el resultado de una suma desordenada, pasa a ser un dócil instrumento de minorías o identidades interpretadas con suma radicalidad

No son pocos los socialistas que se sienten orgullosos por haber conseguido sobrevivir a las poderosas olas políticas de Podemos, cuando los morados lograban resultados electorales que hacían pensar en la caducidad de un partido centenario. Ciertamente, no parece que corran buenos tiempos en el partido que nació parasitando las revueltas callejeras del ya histórico 15M; el PSOE, en cambio, habiendo perdido las elecciones ante el PP, obtuvo un digno resultado electoral el 23 de julio, en los márgenes escasos y magros que han caracterizado el liderazgo de Pedro Sánchez, incapaz de obtener grandes resultados en sus comparecencias electorales.

Pero las nuevas expresiones populistas o neocomunistas tienen otras maneras de ganar, y una de las más habituales es el contagio de los partidos de masas clásicos. El Partido Republicano era uno de los dos partidos históricos de EE.UU., pero Donald Trump, a través de unas primarias impecables que nadie denunció, terminó ocupando la formación de centro-derecha convirtiéndola en un instrumento más al servicio de sus postulados pintorescos, populistas y nacionalistas. Hoy son pocos los que reconocerían a la formación republicana; solo mantienen el nombre y una gran parte de los antiguos votantes, subyugados por la pasión fratricida del expresidente. Ha ‘okupado’ el viejo Partido Republicano, intensamente; pudiendo prescindir de los debates y de la confrontación de ideas con otros candidatos para imponerse en las primarias republicanas. No sabemos qué votarán los estadounidenses en las elecciones presidenciales próximas, si ganará Biden o Trump, pero sí sabemos ya que el gran partido del centro-derecha forma parte del discutible patrimonio del magnate, como un hotel o un campo de golf.

En fin, el iliberalismo puede aparecer con nuevas expresiones partidarias o colonizando las de más larga y noble trayectoria. Y esto sucede en la derecha, pero también en la izquierda. Así el difuso programa político del Grupo de Puebla puede adquirir formatos nuevos o apropiarse de partidos que no han sabido adaptar su propuesta ideológica a la mundialización y a la revolución tecnológica, apostando por hiperliderazgos personales que rebasan todos los límites recomendables, y subarrendando discursos nacionalistas, identitarios y populistas de otros.

La historia es caprichosa y sumamente contradictoria, así hemos visto en ocasiones que las grandes victorias no las disfrutan sus protagonistas, que perecen en el epílogo de la batalla y no llegan a la tierra prometida. Así le ha sucedido a Pablo Iglesias. Anda por tertulias radiofónicas, montando cadenas de televisión y viajando por América Latina, lejos del centro de la política española. Su círculo de máxima confianza ha sido fría y quirúrgicamente apartado de la primera línea. Cualquiera diría que es uno más de los perdedores de esa «política nueva» que paradójicamente nos ha llevado a la peor España del pasado. Pero en realidad, mientras él perora en radios y televisiones, las líneas maestras de su proyecto político son las que se están llevando a término hoy.

Esta afirmación implica, desde luego, aceptar que él tenía un proyecto político. Y creo que se puede decir sin exageraciones que fue el único líder de la izquierda con proyecto político. El PSOE post-Suresnes se había convertido ya en una rara mezcla de ocurrencias, préstamos ideológicos y ambiciones personales, claras y evidentes o disimuladas como las de los que ejercen de mudos profesionales, aglutinados por una especie de férrea fe religiosa, al amparo del poder. Pablo Iglesias era el único en la izquierda con «estudios» y osadía para pergeñar los trazos de un nuevo marco político para España; y lo hizo.

Poco importa que ese proyecto contenga retales comunistas, entremezclados con píldoras bolivarianas y peronistas, o que ya hubiera fracasado anteriormente en otros lugares y en la propia España. Iglesias se empeñó en poner en el centro de la política española a sus dos socios preferentes: Bildu y ERC, y lo consiguió, viendo, una vez alejado de la política activa, que sus deseos se ratificaban y consolidaban. Hoy la base más sólida del Gobierno son ambos partidos políticos, dejando en posición secundaria al PNV –rehén de la decisión arbitraria que puedan tomar los socialistas en el País Vasco– y a los de Puigdemont, que son necesarios pero profundamente desagradables para el Ejecutivo.

Todos ellos tienen dos denominadores comunes: la superación de la Constitución del 78, el famoso «asalto a los cielos» de Iglesias y convertir la España de las autonomías en una quimérica república confederal de los pueblos de España. Adobando estas bases, claramente negativas, están todas las políticas identitarias, indigenistas (nada más que eso son los nacionalistas en España) y una política económica de gasto tendente a transformar a los ciudadanos en súbditos dependientes de la magnificencia del Estado.

Para el PSOE quedó años atrás el programa reformista de la genuina socialdemócrata. Hoy todos esos retales ideológicos, amasados por Podemos, han sido subcontratados por el PSOE, que los ejecuta con desenvoltura ignorante. Decía Ted Kennedy: «… Hay una diferencia entre ser un partido que se preocupa por los derechos de las mujeres y ser el partido de las mujeres. Y debemos ser un partido que se preocupa por las minorías sin convertirnos en un partido de las minorías. Ante todo somos ciudadanos». Hoy el PSOE ha dejado de comprender la transversalidad social que supone la condición de ciudadano para convertirse en un receptáculo en el que los discursos se disgregan a gusto de los diferentes sectores sociales. Pero cuando el partido se convierte en el resultado de una suma desordenada, sin capacidad de interpretar los intereses generales de la sociedad, pierde la capacidad de liderazgo social y se convierte en un dócil instrumento de minorías o identidades interpretadas con suma radicalidad. En ese proceso de amontonamiento se pierde la visión de conjunto y con ella la capacidad para las reformas que una sociedad necesita.

Y ese proceso lleva a la victoria de los más radicales y minoritarios, porque hacen de la persona, de sus características, el motor de la política, desdeñando lo que nos une como integrantes de una sociedad compleja, abigarrada de contradicciones. En fin, el sueño de un Iglesias que ve en la disgregación social, en la pérdida de importancia de la ciudadanía, en la fragmentación del espacio público de las democracias representativas la mejor posibilidad para implantar su quimérico programa político, ha sido adoptado ahora por una socialdemocracia desnortada. Así, al PSOE le vemos dejando de ser lo que fue para seguir a un Hamelin que posee la poderosa flauta del gobierno.