FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO

El autor apunta que una élite político-intelectual de la izquierda catalana secuestró el relato republicano del franquismo para regurgitarlo en clave nacionalista y estibárselo a cierta izquierda española.

LA CARTOGRAFÍA política en España tiene algo de espejo distorsionado. Dos variables impiden cualquier paralelismo urgente con los siempre invocados «países de nuestro entorno»: ETA y el secesionismo catalán. Dos variables relacionadas como ha confirmado Otegi al anunciar que va de la mano con ERC. La singularidad se amplifica cuando se combina con nuestra avería más singular: partidos autocalificados de izquierdas encuentran razonable la compañía de partidos que apelan a la identidad para justificar desigualdades, esto es, doblemente reaccionarios. Una anomalía moral y un enigma político difícil de justificar incluso para los más desquiciados departamentos de Ciencia Política. Explicar este último trastorno no resulta sencillo. Una parte cabe atribuirla al general desbarajuste de la izquierda. Desatiende los resultados de la ciencia, se escandaliza ante las críticas a religiones de vocación inequívocamente totalitaria y considera la identidad como un principio normativo por encima de la igualdad. En pocas palabras, desconfía de la razón y se entusiasma con la tradición. Dos desórdenes también relacionados: el encapsulamiento en las identidades (religión, sexo, cultura) convive mal con el universalismo de la razón y con una defensa de la igualdad que, si se quiere inteligible, asume a los individuos como unidades de valoración.

El retrato anterior se ajusta a todas las izquierdas del mundo, con especial pulcritud a la norteamericana, atrincherada en muchas facultades de humanidades. Nuestro consuelo de tontos. Otra cosa es el apuntado hecho diferencial, la buena disposición hacia los nacionalismos, que merece alguna meditación. A la espera de la investigación detallada, aquí va mi conjetura: una élite político-intelectual de la izquierda catalana secuestró el relato republicano del franquismo para regurgitarlo en clave nacionalista y estibárselo a una izquierda española fascinada por la excelencia catalana. A partir de entonces, franquismo y España se entenderán como equivalentes. La dictadura vendría a ser una suerte de puesta al día de un programa gestado en 1714 y la guerra civil, un decreto de Nueva Planta 2.0.

El cuento, obviamente, es una fábula. En Cataluña y el País Vasco hubo mucha menos represión que en ninguna otra parte de España. Con diferencia. Un resultado, por lo demás, previsible: la riqueza acostumbra a tener buenas aldabas. Ciertamente a Cataluña no le fue mal con el franquismo. En realidad, disfrutó de una ventaja diferencial compatible con mi conjetura, con la reputación de los catalanes: Barcelona se convirtió en –o se presentó como– lo más europeo que podíamos pasear. En lo que atañe a los negocios, caben pocas dudas. No hay demostración más elocuente que el «voto con los pies» de millones de españoles abandonando regiones hundidas en la miseria para ganarse la vida. Por si acaso, el franquismo facilitó el camino. En Cataluña se instaló el grueso de las autopistas y recalaron las mayores inversiones en red ferroviaria. Y en la cultura, pues también. La superioridad, unas veces real y otras autoproclamada, se puede rastrear en muchos lugares. Por ejemplo, en la importancia de la Universidad de Barcelona, vanguardia de tantas cosas en España durante la dictadura. Por cierto, si quieren entender la internacionalización del relato independentista, sigan ustedes la pista a los economistas catalanes. La superioridad se mostraba en la Universidad, pero no solo. Por hablar como entonces, se trataba de una hegemonía exhaustiva, ubicua, que es como debe ser la verdadera hegemonía. Alcanzará incluso al extravagante mundo de los poetas. Basta con ver cómo se escribió la historia, la procedencia del escalafón: la rusticidad de los de la berza contrastaba con la exquisitez de la escuela de Barcelona o de los novísimos, en particular de algunos novísimos.

La hegemonía se prolongó hasta bastante después de la muerte del dictador. Con la democracia, Europa y sus dineros y alguna otra cosa más, el cuadro comenzó a cambiar. Entre las otras cosas, muy destacadamente, el Titanic barcelonés, entregado al nacionalismo, que espantó a muchos. De pronto, en muchas partes de España aparecían españoles que podían mostrar sus talentos sin pasar por una Barcelona cada día más antipática. Cierto día los catalanes descubrimos que, por defecto, ya no éramos los mejores. No desatiendan esa circunstancia cuando quieran entender tantas conversiones al independentismo de intelectuales de izquierdas. La cabeza de ratón, ya saben. En versión más clásica: lo de la infraestructura y la superestructura. Una caída del caballo con importantes consecuencias.

El cuadro completo requiere volver la mirada a la mayor singularidad intelectual de nuestros nacionalismos: invoca una realidad que no existe, que no cuadra con la trama doctrinal clásica del nacionalismo. No estamos ante una minoría (en España) mayoritaria concentrada territorialmente (en Cataluña o en el País Vasco). Los movimientos de población que siguieron a los planes de desarrollo franquistas recompusieron apellidos y lenguas de uso. La realidad catalana es fundamentalmente española. No es la de la República. El verdadero milagro es cómo, con ese ecosistema, la ficción de la nación cultural se ha podido sostener. Mi conjetura última es que, también ahora, la culpa es de Franco: arrebató a los españoles la conciencia ciudadana y el nacionalismo se aprovechó de ello.

Los «otros catalanes» llegaban como llegan hoy tantos sin papeles, inseguros de sus derechos y derrotados. Incluso asumían la calificación –en su propio país– de «emigrantes», esto es, de extranjeros. Algo que no sucedía en otros destinos españoles: nadie emigra desde Zaragoza a Madrid. Los nativos se encargaron de recordarles que no eran verdaderos catalanes, que, si acaso, tenían la obligación moral de «integrarse», que no eran ciudadanos plenos. Se crearon pseudoproblemas (qué es ser catalán) y se dignificaron entelequias metafísicas («el catalanismo»). Y ellos, que con Franco nunca había sido ciudadanos, acabaron por creérselos. La anomalía no había muerto con Franco. Votaron en consecuencia. En las generales, al PSOE y en las autonómicas, ni siquiera: aquello no iba con ellos. La Generalitat, que solo se expresaba en catalán, era de los catalanes fetén. No se habían sentido ciudadanos con Franco y seguían sin sentirse con el nacionalismo. El nacionalismo, otra vez, rentabilizando al franquismo. Una minoría privilegiada monopolizó la voz de los más.

LOS MÁS radicales perdedores se encontraron sin portavoces políticos. Sus partidos naturales estaban por otras cosas, por traficar con la mercancía nacionalista, facturando una pésima producción en torno a «la cuestión nacional» que no debía dividir a los trabajadores. La rueda de molino. Nadie dijo nada y al que lo decía, pues «lerrouxista», ese pauloviano reflejo que tanto recuerda, a efectos pragmáticos, a las descalificaciones (¡islamofobia!, etc.) de la izquierda reaccionaria cuando decide vetar los debates. Andando el tiempo, quienes facturaban el producto, de acuerdo con su procedencia, acabarían por nutrir todas las variantes del nacionalismo; esto es, toda la política catalana. Está todo en Últimas tardes con Teresa la profética novela de Juan Marsé. En 1964 Santiago Carrillo (à la Vázquez Montalbán) puso en circulación una de sus fantasías conceptuales a la espera de que otros le dieran lustre: la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura. Aunque los funcionarios del partido se entregaron a la labor, la ocurrencia recibió la cera de Manuel Sacristán y Gustavo Bueno, marxistas con lecturas bien digeridas. El único sitio en donde la fórmula pareció cuajar fue en Cataluña, eso sí, de la peor manera: una clase trabajadora excluida y desnortada y una élite intelectual entregada al relato nacionalista. Los pobres y los pijos. Con un responsable último: un franquismo que privó a unos de conciencia ciudadana y estableció las condiciones para que los otros pudieran lucir porte exquisito. Franco, con renglones torcidos, dinamitó el ya de por sí endeble relato republicano de la izquierda española.

Por supuesto, no se trata más que de una conjetura. En el mejor de los casos, de una explicación parcial. A la espera de la investigación de detalle yo comenzaría por explorar los destinos de los integrantes de Bandera Roja, aquella escisión circunstancialmente maoísta del PSUC. Hagan la lista de los nombres y miren por dónde andan. Entenderán muchas cosas. La tesis doctoral está a la espera.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).