De Mozart y Darwin

En Europa se evidencia una falta de referencias y convicciones que impide a los líderes políticos reaccionar a las amenazas con medidas que puedan exigir sacrificios, porque éstas traen consigo el rechazo popular. Adopta así la sociedad una actitud negacionista de los problemas que la acosan, sea inmigración, terrorismo o amenazas a la libertad.

La prensa europea se ha volcado durante estas Navidades en la exaltación de dos de los genios más ilustres de su historia, ambos con una aportación definitiva e imperecedera a la civilización universal como son Wolgang Amadeus Mozart y Charles Darwin. Desde el editorial de The Economist a los semanarios Der Spiegel o Le Nouvel Observateur analizan y celebran la obra del músico austriaco y el científico británico, dos de los individuos de mayor aportación al concepto que el ser humano occidental tiene de sí mismo. Resulta muy razonable y sano que de vez en cuando Europa se celebre a sí misma con algo más que acuerdos financieros muy necesarios y loables pero siempre poco elegantes, fotografías de líderes políticos más o menos desahuciados o ceremonias de autoflagelación ante otras culturas y credos. Estas últimas forman parte de esa permanente y muy perfeccionada operación de minar los recursos y resistencias del sistema de valores y equilibrios que ha hecho posible -durante un periodo de tiempo razonable, en ningún sitio está escrito que sea para siempre- un capitalismo sin esclavos, un orden social de respeto y permeabilidad entre las clases y una libertad de pensamiento, acción y opinión que hicieron al ciudadano propietario irreductible de su razón y derecho.

Esto ha sucedido a pesar de las dificultades de convivencia de posiciones extremas de quienes creen en un Dios hacedor, incluidos los ultrarreligiosos que niegan a Darwin y apuestan por la literalidad de la Biblia y aquellos que creen beneficioso para la sociedad extinguir todo sentimiento religioso o sentido trascendental en el individuo. La lucha por la libertad en Occidente siempre ha ido dirigida contra estas fuerzas extremas, aquella que adquirió y articuló su poder por la Iglesia católica y su Inquisición durante siglos y la que, bajo nombres distintos como nazismo, fascismo o comunismo, hizo de la Europa de Mozart y Darwin un campo de exterminio con muy pocos refugios durante largos periodos del siglo XX.

Si consideramos que el término Occidente aun es denominador común para Europa y Norteamérica es evidente que la grieta cultural crece. Cuenta Der Spiegel que mientras en Alemania sólo un 16% cree que Dios hizo al hombre tal como se describe en la Biblia, en EE UU es un 53% el que no le cree nada a Darwin. Y si en América sólo el 12% rechaza toda intervención de un ser divino en la existencia del mundo y la evolución del ser humano, en Alemania es el 46%. Lo cierto es que en la sociedad americana existe una actitud de negación a la ciencia, a Darwin, que causaría estragos al país y a sus intereses, si no conviviera con unas élites cuya visión del mundo es idéntica a la mayoritaria en Europa y cuyas decisiones se imponen desde la II Guerra Mundial en la investigación y la política internacional. Esperemos que siga siendo así.

La paradoja está en que esas élites se pueden apoyar en convicciones que no comparten para la movilización y la cohesión nacional en momentos de crisis. Mientras, en Europa se evidencia una falta de referencias y convicciones que impide a los líderes políticos reaccionar a las amenazas con medidas que puedan exigir sacrificios porque éstas traen consigo el rechazo popular y la muerte electoral. Adopta así la sociedad europea una actitud negacionista casi tan acientífica como el creacionismo. Niega los problemas que la acosan, sea inmigración, terrorismo o amenazas a la libertad, como el resurgir imparable de una dictadura rusa, amenazante, corrupta y corruptora. En Irán han prohibido a Mozart. A Darwin lo quemarían hoy en cualquier suburbio francés. Está bien que celebremos a ambos. También merece un homenaje un alemán, su ex canciller Helmut Schmidt, que cumplió el viernes 87 años. Él tuvo que enfrentarse a la oleada de terrorismo más brutal habida en Europa, «el otoño alemán de la RAF», a la amenaza de una guerra nuclear no improbable ante el rearme soviético y la «doble decisión» de la OTAN. Nunca quiso ser simpático, pero cuando perdió el poder había salvado a la República de sus peores amenazas desde la caída del nazismo. Un hombre de tiempos pasados.

Hermann Tertsch, EL PAÍS, 27/12/2005