PELLO SALABURU, EL CORREO 21/03/14
· Nunca hubiera apostado por Iñaki Azkuna como alcalde, y critiqué en privado su elección, pero tengo que reconocer mi absoluta equivocación.
En uno de mis primeros viajes a Nueva York, a principios de los ochenta, paseaba una tarde por Lincoln Center con un colega que vivía allí, cuando mi compañero me soltó de repente: «Mira, ese que viene ahí es el alcalde». Como a veinte metros se acercaba un hombre sonriente, con prisas, acompañado de dos personas, cubierto con una gorra de béisbol que se quitó en aquel momento, porque el viento soplaba con fuerza.
Eran años en los que el terrorismo se veía allá con otros ojos, y aquí estábamos enredados todavía en discusiones ideológicas interminables. Mientras las madres se ocupaban de naderías como la comida, la educación de los niños o la salud de la familia, los hombres discutíamos en el bar de cosas mucho más serias: ¿Es el Pacto de Varsovia más aceptable que la OTAN? ¿Ha sido Suárez un buen presidente? En la universidad, por otro lado, se hacían jugosas tesis para dilucidar si el régimen chileno era una dictadura o se trataba más bien de un régimen autoritario.
Dilucidar con claridad esos matices era algo que preocupaba mucho a quienes sufrían aquel régimen. Iñaki Azkuna me ha recordado en muchas ocasiones a aquel alcalde americano con el que me hice el encontradizo y acabé tropezando a propósito, como quien no quiere la cosa, en medio de la plaza: se llamaba Edward Koch. Me sonrió, dijo «sorry» y siguió su camino. Todo el mundo le llamaba ‘Ed’, como todo el mundo acabó llamando ‘Iñaki’ al alcalde de Bilbao.
Ed, como Iñaki, pateaba la calle y hablaba con los vecinos. Era, también como Azkuna en el PNV, un verso suelto en el Partido Demócrata: se opuso desde el principio a la Guerra del Vietnam, participó en marchas para defender los derechos civiles y se puso en contra de Jackson, todo un símbolo, en la campaña presidencial de 1988. En el primer período de su mandato, equilibró el presupuesto de la ciudad, y en su tercer período firmó una ordenanza defendiendo los derechos de los homosexuales. En 1987 sufrió un derrame cerebral, pero continuó como alcalde un par de años más. Fue alcalde durante once años, un poco menos que Iñaki, que también supo oponerse con firmeza a los grupos terroristas y sus múltiples apoyos, impulsó medidas de defensa de derechos humanos, equilibró presupuestos, cambió la fisonomía de la ciudad de arriba abajo, y continuó siendo alcalde con una grave enfermedad a cuestas. Bien: supongo que se trata de coincidencias puntuales.
Iñaki Azkuna ha sido un magnífico alcalde. Y, si algunos piensan lo contrario, la inmensa mayoría de la población lo ha visto así, que es lo importante. Supo rodearse de un grupo de personas muy capaces, y entre todos han conseguido que Bilbao acabe haciendo la competencia a San Sebastián incluso como reclamo turístico. Ese es un notable logro, por muchos puntos negros que vean algunos en el modelo de desarrollo urbano elegido. Por eso, además de asomarse a la galería explicativa de pinturas de alcaldes en el Ayuntamiento, tendrá un lugar privilegiado en la historia de la villa.
Sus últimos años han sido duros, marcados por enormes problemas de salud, que han sido sobrellevados con una entereza ejemplar. Al final, se ha apagado poco a poco, generando un problema de orfandad que no va a ser fácil de resolver.
Tenía una forma de ser que ganaba en la distancia. Por eso tuvo que pelear para que su nombre apareciese en la lista de concejales. Como consejero, había puesto el sistema de salud de nuestra autonomía a la cabeza del Estado, pero era una persona que marcaba distancias de entrada, con prontos que desconcertaban al interlocutor, y eso lo hacía vulnerable. Nunca hubiera apostado por él como alcalde, y critiqué en privado la elección en mis círculos cercanos, pero tengo que reconocer mi absoluta equivocación, porque a un político se le juzga por lo que hace. Consiguió el apoyo de los votantes nacionalistas y de otros muchos situados en coordenadas muy diferentes.
Un estilo aparentemente campechano y espontáneo, aunque cuidadosamente labrado, le fue abriendo puertas. Buscaba esas referencias que conectan con la cultura anímica de la ciudad: podía ser el pájaro chimbo, las Siete Calles, un escrito de Unamuno, el comercio que debe abrir en domingo, o una crítica directa a alcaldes de capitales vecinas. Salpicaba un buenos días con una frase maliciosa y mordaz, bordeando la mala educación si era necesario –nunca le importó demasiado eso–, sobre el perrito de la señora. Esas cosas le hacían caer simpático: una persona muy de aquí, muy ‘bilbáino’ él, una persona que sabía de lo que hablaba –así se le veía–, abierta, espontánea, con salidas de tono improvisadas que hacían temblar la compostura del adversario y que ponían en tela de juicio incluso aquello de «es un señor». Ejerció de caballero, aunque a veces le traicionara la memoria.
El caso es que con todo eso caía en gracia, porque cada vez le votaba más gente, aunque siempre se mantuvo alejado de otra parte muy importante de la cultura de esta ciudad, me refiero a todo lo relacionado con el euskera. Pero por encima de eso puso su buen hacer al servicio de la ciudad, de modo que aquella urbe gris se convirtió al final en el Bilbao que todos admiramos. Parece que llueve menos incluso. Ese es su gran logro: haber dejado una ciudad agradable, bonita, limpia y con un nombre en el mapa. Lo ha hecho quien fuera nombrado mejor alcalde del mundo.
Aunque, bien pensado: ¿De qué nos extrañamos? ¿Es que un ‘bilbáino’ puede hacer las cosas de otro modo? Azkuna era un gran ‘bilbáino’: incluso nació donde le dio la gana, como sucede siempre con los verdaderos bilbaínos.
PELLO SALABURU, EL CORREO 21/03/14