MIKEL BUESA-LA RAZÓN
- También proliferaron los delatores que preparaban el ambiente para el crimen y los conformistas que lo justificaban con aquello de «algo habrá hecho» mientras se tomaban unos «txikitos»
En la España contemporánea, concretamente en el País Vasco durante las más de cuatro décadas que duró la campaña terrorista de ETA, también proliferaron los delatores que preparaban el ambiente para el crimen y los conformistas que lo justificaban con aquello de «algo habrá hecho» mientras se tomaban unos «txikitos» o echaban una partida al mus. El que, sin embargo, resultó minoritario fue el club de los resistentes que se opusieron a la violencia y de paso al nacionalismo que la alimentaba. Si se pasara revista a los que asumieron activamente el riesgo y el compromiso de no doblegarse, creo que construiríamos una nómina bastante reducida en la que habría sólo unos pocos centenares de nombres. Nombres, por cierto, que con el paso de los años van siendo olvidados, principalmente porque su evocación avergüenza a los muchos que se doblegaron y, más aún, a los que ejercieron de chivatos. Por eso ahora lo que se lleva es el olvido mientras el ministro Grande Marlaska escribe los últimos renglones de la rehabilitación de los homicidas, cediendo su gestión a la recién estrenada administración penitenciaria vasca.
Muchos de esos resistentes perdieron su casa y su patrimonio espiritual y material en el embate, cuando tuvieron que refugiarse a centenares de kilómetros del que fue su lugar de residencia. Ahora, en el olvido, nadie quiere restituirles de su menoscabo. Evocaré en esto, como ejemplo significativo, al cura de Maruri –apartado de su parroquia por el obispo de Bilbao para no irritar a los nacionalistas– que todavía hoy vive con el mismo compromiso que antaño, reivindicando «la amnistía –en este caso eclesial–, como los presos». Como él, otros muchos esperan justicia.