IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El gran éxito sanchista es la trivialización social, por indiferencia o cansancio, de las reglas del orden democrático

Si no te interesa la política debería gustarte esta especie de tiempo muerto en que el Gobierno mantiene un pulso casi inerte, instalado en el poder pero en la práctica carente de poderes. Y si te interesa serás consciente de que también te conviene ese intervalo de pausa en que las autoridades del Estado no se entrometen demasiado en tu vida, te dejan relativamente en paz y no te agreden. Vas a echar de menos estos meses cuando este ritmo institucional cansino, remolón, indolente –todavía faltan dos semanas largas para la no-investidura de Feijóo, fíjate– se acelere y empiece ese vértigo de tejemanejes que, acabe como acabe, siempre discurrirá al margen de tus verdaderos intereses. No seré yo quién te vaticine el desenlace; el crédito pronosticador del periodismo y de la demoscopia salió de las elecciones de julio dañado con lesiones graves. La salida más lógica, incluso la más probable, consiste en otro mandato de Sánchez, la alianza que alguien ha bautizado como «Refrankenstein», pero no hay modo de aclararse cuando la decisión final depende de un personaje con justificada fama de orate, un tipo cuyas prioridades tienen mal encaje en cualquier clase de parámetros racionales. Por si acaso, prepárate si no lo estás ya a ver cosas que no has visto, tal vez ni siquiera imaginado antes. Es la única manera de que ninguna sorpresa, por rara que sea, altere tus coordenadas mentales.

En realidad, ya estamos todos bastante acostumbrados a la anomalía. Hace años que la tenemos instalada en el centro de la vida política, y los cuatro últimos como método sistemático de acción ejecutiva y legislativa. La irregularidad se ha vuelto normal en las instituciones, del Parlamento a la administración de justicia; el discurso de la nomenclatura dirigente es una cháchara banal que oscila entre la propaganda, la ocultación y la mentira, y la opinión pública se resigna en medio de una suerte de mansedumbre acrítica, como si sufriese un cuadro agudo de catalepsia conformista. Poco puede extrañar así que a buena parte de la sociedad le dé igual que el golpe secesionista catalán –que tanta inquietud nacional pareció causar en su día– pueda quedar absuelto y borrado en una amnistía sin justificación moral ni cabida jurídica. Éste es el gran triunfo del sanchismo, al margen de que siga o no siga gobernando: la trivialización generalizada, por indiferencia o por cansancio, del conjunto de normas y procedimientos reglados que conforman el orden democrático. Hasta sorprende lo sencillo que le ha resultado. Bastaba con envolver el debate ciudadano en la atmósfera polarizada de un maniqueísmo de bandos progresistas y reaccionarios, y reservarse con naturalidad el arbitrio de decretar quiénes son los buenos –los suyos, claro– y quiénes los malos. Cómo extrañarse ahora de que se sienta autorizado a hacer lo que mejor le convenga sin atisbo de reparos.