VICTORIO MAGARIÑOS BLANCO-EL MUNDO
Democracia frente a derecho
El autor defiende que el uso excesivo y forzado del término ‘democracia’ ha opacado al derecho, garante de aquellos valores cuya confluencia determina la justicia, que es el fin radical del Estado.
Conviene aclarar esta aparente contradicción. Puede, en efecto, la soberanía popular, a través de los medios previstos legalmente, modificar y derogar las leyes promulgadas dentro de su ámbito competencial. El pueblo catalán puede cambiar una ley para la cual sea competente su Parlamento. Pero su poder cede ante uno de los principios de justicia, el de jerarquía normativa, o sea, el respeto a normas de rango superior, en especial, la Constitución. No cabe democracia frente a ley. A no ser que se rompa el Estado actual en trozos territoriales con soberanía total, lo que supondría una nueva construcción regresiva del Estado, desde el punto de vista del avance hacia espacios amplios de justicia.
La democracia y el derecho tienen una función paralela y complementaria. Ambos actúan como medios de control para evitar que el poder, dada su tendencia natural a expandirse y concentrarse en unos pocos, se ejerza de modo abusivo. Pero tal control es limitado y relativo. Sobre todo el democrático, pues, como veremos, el derecho es el soporte más eficaz y sólido de un Estado justo. El control democrático es prácticamente nulo durante el ejercicio del mandato temporal. Se realiza mediante delegación en un número reducido de personas, seleccionadas previamente por instituciones intermedias –partidos políticos– que se interponen entre el ciudadano y los posibles representantes.
Sin embargo, los partidos, aunque necesarios, a causa de su estructura y evolución se han convertido en uno de los problemas principales del Estado. En efecto, suponen una reducción inexacta o grosera de la verdadera opinión de los ciudadanos, que tienen que decantarse por soluciones integradas en el programa de cada partido, pero que no comparten en su totalidad. Los partidos durante largo tiempo han tomado fuerza de las ideologías, que utilizaron como señal de identidad. Pero, en muchas ocasiones, las ideologías han sido una fuente de simplificación y distorsión; y también un señuelo para la atracción de votos, encubriendo bajo su manto, en muchos casos, la falta de aptitud de sus pregoneros. Por otra parte, los partidos se alejan cada vez más del pueblo, al que pretenden seducir en época electoral. Son organizaciones destinadas a tomar y ejercer el poder, especializadas en técnicas de propaganda.
Cuando los líderes políticos imponen listas de candidatos desconocidos por los ciudadanos, sin posibilidad de que éstos puedan seleccionar a los que consideren idóneos, están restringiendo la representatividad. Cuando cierran el paso a personas valiosas, con independencia de criterio, están limitando posibilidades de buen gobierno. Cuando para prosperar dentro de los partidos el requisito más valorado es la sumisión, los elegidos por el pueblo obedecen y representan a sus líderes, no a los ciudadanos. La evolución de los partidos les ha hecho irreconocibles. La incongruencia entre los ideales que exhiben en su oferta electoral y la actuación cuando acceden al poder, el incumplimiento de lo ofrecido en sus programas, el engaño continuo y los pactos disfrazados bajo el manto de la estabilidad ponen en serio aprieto el sostenimiento del sistema, conduciendo a una verdadera fatiga democrática.
Además, existen ámbitos o campos de acción en el que la soberanía popular no tiene encaje. La organización de la sociedad se realiza también a través de instituciones que deben estar a cubierto de inmisiones partidarias y sometidas al estricto cumplimiento del derecho. No basta, pues, el control del pueblo a través de la intermediación de los partidos. El buen funcionamiento del Estado requiere el complemento de otras instituciones, y el apoyo de órganos, cuya clave para su eficacia no está en la elección popular directa o indirecta. Concretamente el judicial, pero también los demás cuya función es técnica, que deben ser ejercidos por personas neutrales políticamente, y seleccionadas por métodos que filtren componentes ideológicos o apegos excesivos. Para cuyo funcionamiento es básico el derecho.
En efecto, el Estado de una sociedad avanzada ha de ser además un Estado de derecho. Esta cualificación supone que el derecho ha de tener un origen, un procedimiento y unos fines que lo legitimen. Que no se imponga al pueblo por poderes que éste no controla, lo cual presupone la democracia. Pero, además, ha de ser síntesis objetivada, resultante de un debate entre personas rectas y cultas que persiga la convivencia pacífica bajo los principios de libertad, igualdad y seguridad. El verdadero derecho ha de ser producto de una síntesis dialéctica, que incorpore los principios necesarios para lograr la paz social y cumpla la finalidad de ser norte y marco delimitador de los poderes que integran el Estado. El derecho es el cauce que conduce a todos los ciudadanos en sus relaciones sociales importantes para la convivencia y medio de defensa frente a la arbitrariedad de las personas que ejercen el poder.
El derecho es, pues, uno de los principales resortes del equilibrio social y de la realización de la justicia y, en consecuencia, instrumento necesario para lograr la humanización de las relaciones de poder. No sólo porque tenga legitimidad democrática de origen y lógica de procedimiento, sino porque trasciende la soberanía popular y, por tanto, a la democracia misma, al recoger las claves de la paz social y la justicia, a través de la conjunción equlibrada de la libertad, igualdad y seguridad, que han de inspirar su elaboración, y de las cuales deberá estar transido todo el ordenamiento jurídico. El derecho es el garante de aquellos valores, cuya confluencia determina la justicia, que es el fin radical del Estado.
PERO NO BASTA. De poco sirve el derecho si los encargados de su realización no respetan las reglas referidas. Ya sea obviando la dialéctica y el contraste, base necesaria para que las normas jurídicas sean consistentes y duraderas, como sucede cuando se hace uso desquiciado del decreto ley. Ya sea sometiendo el poder legislativo al ejecutivo, convertiéndolo en apéndice de éste. Ya mediante la intromisión en el judicial al que se pretende manipular. O imponiendo la dirección oportunista de los tan decisivos medios de comunicación social, como la televisión. Por ejemplo.
No basta, pues, que los medios de control referidos se articulen formalmente, ni que el Derecho recoja y regule con pulcritud los principios adecuados a una sociedad justa, si las personas encargadas de aplicarlas, con actitud desleal, traicionan el esquema del Estado democrático de derecho y se sirven de él para mantenerse en el poder, eludiendo o incumpliendo las normas; y la sociedad, pasiva, inerte, renuncia a la participación política y a la exigencia del encauzamiento.
Por eso, la clave final y verdaderamente eficaz para el buen funcionamiento del Estado es la cultura. Una cultura basada no en la erudición, sino en la rectitud y la moral.
Una cultura ética que parta del conocimiento y consiga el convencimiento de que el poder es limitado, delegado y finalista, de que el respeto y el cumplimiento de los controles que el poder humanizado exige han de realizarse con pulcritud y lealmente. Una cultura que mantenga vivo el espíritu crítico y participativo de los ciudadanos, para que éstos, pese a las dificultades y limitaciones ya referidas, puedan frenar la tendencia expansiva del poder político y evitar la utilización abusiva y desequilibrada del mismo.
Victorio Magariños Blanco es académico de la Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia.