Despenalizar la traición

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Derogado el delito principal, el concursal cae por su peso. Los sediciosos dejarán de serlo y podrán optar a un cargo electo

La anunciada reforma de la sedición se ha convertido en la simple y llana supresión del delito. Es decir, en la despenalización de la alta traición, que es como se llama en la mayoría de países a la insurrección contra el Estado desde poderes o cargos institucionales. La sedición no es una vulneración tumultuaria del orden público sino del orden constitucional, y este detalle resulta clave para entender la concesión del Gobierno a sus socios separatistas catalanes. Que, como de costumbre, han insistido en cobrar su chantaje con las contrapartidas por delante. Así se entiende la precipitación del proyecto y la urgencia del anuncio nocturno del presidente en la entrevista de Ferreras: era el precio exigido por Esquerra según su tradicional técnica de negociación de prebendas. O pagas o te quedas sin Presupuestos, sin legislatura y sin Presidencia.

Y Sánchez paga, claro. Con carácter inmediato porque los independentistas saben que su falta de crédito no admite moratorias ni plazos y que las compensaciones de un pacto con él hay que recibirlas por anticipado. Junqueras ha apretado; no le basta con un descuento penal que después del indulto no es necesario. Quiere ser candidato y eso implica liberarlo de la condena por malversación que la medida de gracia no había condonado. Dicho y hecho. Suprimido el delito principal, el instrumental o concursal decaerá por su propio peso y el sedicioso no sólo dejará de serlo sino que podrá presentarse limpio de cargas a cualquier desempeño electo. Eso sí, salvo que la ingeniería legislativa de la Moncloa encuentre el modo de afinar el procedimiento, Puigdemont también podría tener vía libre para su regreso acogiéndose al mismo criterio que sirva para convertir a sus compañeros de aventura en hombres de respeto. Con un poco de esfuerzo en la construcción del relato de los hechos pronto desaparecerá la memoria misma del levantamiento. La sentencia del Supremo será con toda probabilidad revocada por los tribunales europeos y el 1-O pasará a la Historia como el acto heroico de un pueblo en lucha por sus derechos. Un trabajo perfecto.

Por debajo de sus solemnes protestas de indignación, Feijóo debe de sentirse aliviado. Si llega a firmar el acuerdo sobre el poder judicial habría sufrido un ridículo político de intensidad y tamaño sobrados para calcinar su liderazgo. Mal menor, en todo caso, frente a la gravedad del desarme legal de un Estado indefenso y a merced de sus adversarios. Porque cuando se apruebe la derogación propuesta no existirá ninguna herramienta jurídica para castigar otro desafío de secesión y la ruptura de la nación quedará a expensas de la voluntad del nacionalismo para iniciar una nueva revuelta. En un país cuyo Gobierno se ha vuelto antisistema y donde las leyes las redactan los delincuentes convictos a su mejor conveniencia, la justicia no puede ser más que una entelequia.