IGNACIO CAMACHO-ABC
- Más allá de un leve, simbólico gesto de solidaridad humanitaria, no queda en la política un espacio libre de desconfianza
El adjetivo «quirúrgico», demasiado sobado como metáfora política, cuadra con exactitud a la minirreforma constitucional de esta semana: se abre, se opera, se sutura y asunto terminado. Otra cosa, de rango distinto, es la operatividad funcional de cambiar el término de «disminuidos» por «personas con discapacidad», un eufemismo perifrástico que quizá con el tiempo sufra el mismo desgaste que el término de remplazo. Las connotaciones de una palabra, sobre todo las que tienen que ver con cambios de sensibilidades, evolucionan con rapidez en una época de vertiginosas metamorfosis sociales, y la permanencia o validez de las leyes depende más de sus conceptos y de sus principios que de su lenguaje. Nada que objetar, de todos modos, a que la justa demanda de los colectivos afectados resulte cumplida. Pero las limitaciones físicas o psíquicas no han dejado de estar amparadas porque la Carta Magna usara una locución envejecida; en cualquier caso su protección se garantiza con medidas precisas, no con modificaciones nominalistas que de poco o nada sirven sin el acompañamiento de una eficaz acción política.
Lo que demuestra esta operación es, por un lado, la posibilidad real de acuerdos de amplio espectro, y por otro el lamentable peso de un espíritu frentista que impide mayores ámbitos de consenso. No ya respecto a la Constitución, que conviene tocar lo menos posible sin un pacto previo y un plan bien definido y de alcance concreto, sino sobre cuestiones de Estado que merecen ser consideradas de carácter estratégico. Cuesta entender que los grandes asuntos de la nación queden al margen del razonable entendimiento de los grandes partidos y estén en la práctica en manos de los separatismos, minorías absolutas convertidas de facto en motores de las decisiones del poder Ejecutivo. La gran perversión que ha introducido el sanchismo en la escena institucional española es su instinto divisivo, la crispación artificial de una sociedad arrastrada a un suicida antagonismo banderizo.
El problema de fondo que subyace en esta etapa consiste en la progresiva desaparición de una idea común de España, de una base sólida capaz de asegurar el mantenimiento de la convivencia democrática. La ausencia de hechos y de sentimientos compartidos está generando burbujas sectarias, cámaras de eco cuyos habitantes se retroalimentan en el espejismo de sus visiones polarizadas. El célebre muro no es una metáfora; la incapacidad de Sánchez para construir mayorías le ha llevado a parapetarse tras una muralla de oportunistas afinidades identitarias. Es lastimoso, por no decir vergonzante, que sólo los discapacitados hayan logrado abrir un agujero en esa pared, y no sin trabajo, para obtener una simbólica dignificación semántica. Que más allá de esa mínima, forzada solidaridad no quede en la vida pública, y casi tampoco en la privada, un espacio libre de desconfianza.